La falacia comunista

Publicado el 04 marzo 2017 por Abel Ros

Tras varios años sin saber de él. Ayer, mientras tomaba café en El Capri, coincidí con Marx. Marx, como saben, escribió El Capital y fue el artífice teórico de la praxis comunista. Aunque ambos pertenezcamos a épocas diferentes, lo cierto y verdad, es que la desigualdad y la libertad son conceptos atemporales. Lo son, como les digo, porque sendas categorías nacen de un tronco común: la propiedad. La propiedad, como diría un liberal, es la cuna de libertad. El hombre, en palabras de Jacinto, es un animal que defiende su territorio. Un territorio que sirve para diferenciar entre ricos y pobres, y que explica cientos de guerras entre "los de dentro" y "los de fuera". Sin propiedad privada, me decía Marx, el "tanto tienes, tanto vales" se convertiría en "tanto eres, tanto vales". Nadie seria más que nadie, y en lugar de consumismo hablaríamos de consumo. Aún así, el comunismo fracasó en Rusia y mantuvo en jaque a Oriente y Occidente durante cuarenta años de Guerra Fría.

Marx me preguntó sobre el Partido Comunista en la Hispania del ahora; quería saber cómo había evolucionado su ideología, tras casi doscientos años desde su nacimiento. Le dije que el comunismo se ha convertido en un cadáver político. En días como hoy, querido Karl, nadie habla de dictadura del proletariado, ni de cambio de sistema; ni de nada que se aproxime a la Rusia bolchevique. Sorprendido por mi respuesta, Marx no entendía cómo el capitalismo salvaje y el precariado laboral, entre otros sinsabores, no han reavivado todavía la llama de la revolución. Resulta incongruente que un partido antisistema - como lo es el Partido Comunista - coexista en el fango de su crítica. Cómo es posible que haya ciudadanos con la hoz y el martillo en los escaños del hemiciclo. La llegada del Estado Social calmó las aguas del lago del camarada. Gracias al Estado del Bienestar - le dije a Karl - el proletariado ha silenciado su protesta. Mientras exista Salario Mínimo Profesional y prestaciones de la Seguridad Social, no habrá ni dictadura del proletariado, ni una segunda parte de la Rusia leninista. No la habrá, le dije, porque la comodidad existencial es amiga del inmovilismo social.

La socialdemocracia ha puesto el freno al fervor comunista de los tiempos bolcheviques. Tanto es así que a más Estado Social, menos acción colectiva y viceversa. Son, precisamente, los recortes sociales, los que alimentan el grito del camarada y causan, por tanto, la conciencia de clase de los tiempos olvidados. Una conciencia que no llegará a la dictadura del proletariado, mientras el Estado garantice un mínimo de bienestar a los ciudadanos. Por ello, queridísimo Karl, no tiene sentido hablar de comunismo en una economía híbrida, basada en el juego del mercado y el Estado. El Manifiesto Comunista fue una solución de "suma cero" al problema de un Estado Liberal. Un Estado Liberal puro, sin grises por en medio, o mejor dicho, sin la dosis socialdemócrata de los sistemas actuales. En días como hoy, el Partido Comunista de los tiempos marxistas se ha convertido en un partido reformista similar a los otros de la parrilla.

Marx no daba crédito a lo que oía. No entendía por qué su partido bebía de las tesis orteguianas. No entendía, queridísimos lectores, por qué la revolución desde abajo se ha convertido en reforma desde arriba. El Partido Comunista ha evolucionado hacia las tesis orteguianas. No olvidemos, le dije a Karl, que Ortega y Gasset fue un intelectual elitista. Despreciaba el talento "analfabeto" de las masas para conquistar el poder, y creía firmemente en los cambios oligárquicos. Marx quería saber más acerca de Podemos y del auge de los populismos. Los populismos de izquierda y el Partido Comunista representan la falacia comunista. Ambas ideologías son, por razones sistémicas, socialdemócratas. Tanto es así que Pablo Iglesias acuñó el término "la nueva socialdemocracia" durante las pasadas elecciones. Un concepto que sirvió, como saben, para distinguir su marca, del Partido Comunista y del partido socialista. Una estrategia política que contradice el fervor anticapitalista, o sea comunista, de Vistalegre II.