Audrey es mi ojito derecho. Cuando llegó a mi vida hace ocho octubres era solo piel, huesos y ácaros. Estaba muerta de miedo: solo tenía cinco meses, pero había vivido una experiencia traumática en su casa de acogida. Era una de estas casas incomprensibles para mí, donde por rescatar a animales de la calle ocupan cada centímetro cuadrado mezclando a animales sanos con enfermos… y un día alguien dejó abierta por descuido la puerta que llevaba al jardín, donde estaban los perros. Audrey fue la única en sobrevivir de una camada de seis gatitos. Pero todo eso lo supe mucho después, cuando meses más tarde me lo contó una persona que colaboraba con aquella asociación. Yo lo único que sabía era que Audrey tenía auténtico pánico al contacto, que pasaba los días bajo la cama y que apenas comía.
Sacarla adelante fue una lucha: sobre todo, intentar seducirla para que comiera probando toda clase de golosinas, pues el veterinario me había dicho que tenía que engordar al menos un kilo y medio (y eso, en una gata de tamaño pequeño, es mucho). Poco a poco fui ganándome su confianza, con la ayuda de una etóloga (especialista en comportamiento animal). Hoy, ocho años después, sigue siendo flaca y algo tímida, pero no se asusta de las visitas y si le caen bien se acerca a pedir cariñitos.
En casa nos reímos mucho porque tiene una especie de radar conmigo: ella está tranquila en alguno de sus rincones favoritos, a veces en otra habitación de la casa, mientras nosotros cenamos. Cuando yo termino de cenar, me relajo un poquito y me apoyo en el respaldo del sofá. Pues no pasan ni tres segundos que Audrey aparece de la nada para tumbarse hecha un ovillito a ronronear en mi regazo. Es nuestro momento especial.
Ya os lo he dicho al principio: es mi ojito derecho. La niña de mis ojos.
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