Nuestra máxima aspiración como seres humanos es compartir la felicidad. La felicidad, como el amor, crecen cuanto más se comparten. Pero para compartir algo, previamente se ha de poseer. Si uno no es feliz, difícilmente podrá compartir la felicidad con alguien más, por lo que compartirá su carencia.
La felicidad es algo personal e intransferible. Cada uno tiene una manera de ser feliz y la asocia a personas, momentos y lugares en los que se siente feliz. Pero la felicidad, más que unas circunstancias concretas o unas experiencias vividas, es una actitud ante la vida. Seguramente se da simplemente decidiendo dejar de ser infeliz. Y sí, dos personas pueden converger en ese momento vital y crear conjuntamente espacios y momentos de felicidad compartida. Huelga decir que la felicidad no es una meta que hay que alcanzar ni es un estado permanente. La felicidad y la infelicidad revolotean sutilmente por nuestra vida, cada día y a cada momento. Pero también es verdad que, en muchos casos, uno puede dilatarlos en el tiempo, alargando la felicidad y contrayendo la infelicidad.
Pero la felicidad es algo que no puede inducirse ni contagiarse. Cuando uno está cerrado (en modo “off”) a ella, dificilmente se sentirá feliz y mucho menos podrá compartirla. Y a veces pasa, normalmente cuando nos domina el miedo porque la mente toma las riendas de nuestra vida. Porque la mente, con tal de obtener el control, hace que busquemos, comparemos y diseccionemos nuestra realidad inmediata. Y claro, nadie puede salir indemne de ese juicio, simplemente porque nuestros sueños poco tienen que ver con nuestra realidad. Y eso provoca que sintamos dolor. ¿Y no es el dolor la causa más común de la infelicidad?
Seguirá…