La fiera de mi niña

Por Lamadretigre

Mañana mi niña pequeña, La Cuarta, cumple su primer año. Un año de trescientos sesenta y seis días ha pasado desde que vino a sumarse a una familia que ya era numerosa y desde entonces lo es más. Un año. Entero. Llegó como es ella, tranquila y sosegada pero marcando su ritmo pausado con determinación. Fue un bebé gordo y largo, arrugado y morado. Un ET de carne y hueso con el sello inconfundible de nuestras niñas. Otra. Tan igual y tan distinta. Sin grandes aspavientos me buscó el pecho nada más nacer. Y allí sigue, mirándome con la sonrisa embobada de quien ha encontrado su sitio.

Ser La Cuarta es una rareza, una casualidad que no se da tan a menudo. Ser La Cuarta  es un privilegio y una cruz. Un sinfín de herencias a medio masticar y memorias compartidas. La vida no se ralentiza para dar la bienvenida a una cuarta hija. La rutina sigue impertérrita al ritmo implacable que marcan las mayores con sus colegios, sus deberes y sus pamplinas. La vida sigue y La Cuarta no puede más que agarrarse muy fuerte al regazo de su madre y cerrar los ojos porque vienen curvas.

Ser La Cuarta significa mecerse entre siestas sobresaltadas y comidas interrumpidas. Llevar pijamas raídos y ropa que nunca es de su talla, calcetines sin emparejar y patucos de cuarta puesta. Son purés fríos y pañales cambiados tarde, mal y nunca. La Cuarta se despierta a gritos en un zafarrancho de colacaos y mochilas. Con los morros todavía sucios de papilla y el pijama sobadito la arrastramos al colegio, a la guardería, a la compra o a donde toque. Sin piedad.

En casa se desplaza adosada a mi cadera espectadora impasible de mis ires y venires domésticos subiendo y bajando ropa, poniendo lavadores, haciendo camas e intentando que esto parezca una casa. Por lo menos de pascuas a ramos. A ratos se da paseos a gatas para chupar algún enchufe, su mayor afición, comer tierra, su segundo hobby más querido, o trepar por las escaleras a una velocidad de vértigo, su recién descubierto deporte de riesgo.

A sus casi doce meses empieza a comprender que va a tener que gritar muy alto para hacerse oír, que hay amores, como el de La Tercera, que matan y que la atención hay que cogerla al vuelo antes de que se pose en alguna otra parte. Anda todo el día ojo avizor a ver quien le echa una mirada aunque sea de reojo para echarle una carcajada socarrona o regalarle un palmas palmitas de autodidacta. Cuando pintan bastos se dedica a explorar nuevas cimas a las que escalar. Cada vez son más altas. A perseverante no le gana nadie. Se huele que sus días de bebé tocan a su fin y para demostrármelo me ha dicho a manotazos que me meta los purés fríos donde me quepan. Lo ha firmado zampándose un plato sopero de macarrones que no se lo salta un galgo. Esa es mi niña, La Cuarta.

Lo que ella no sabe es que sus hermanas están afanadas preparándole una fiesta de guirnaldas mal cortadas y barbies emperifolladas. Ya nos han hecho llegar la invitación con una ortografía que no sé muy bien si reír o llorar, y un mensaje claro: la entrada cuesta un Euro. Con cincuenta. Además nos van a amenizar la velada con unos bailes que han ensayado hasta la extenuación al ritmo del Ay si eu te pego para que a su padre se le quiten las ganas de vivir. Como colofón le vamos a hacer una tarta de manzana con nata y tendrá carta blanca para estampársela contra los morros a discreción.

Para que le quede bien claro que ser La Cuarta significa sobretodo que tiene cinco personas que le quieren. A morir.


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