Revista Opinión

La filosofía como sustitutivo de la locura: el caso de Descartes

Por Javier Martínez Gracia @JaviMgracia
   Tal y como uno es, así es el mundo que percibe. No se dice con esto que el mundo no tenga entidad por sí mismo, que sea una creación de nuestra mente. De lo que se trata es de que el mundo, el mundo en sí, es poliédrico, y llegamos a percibirlo a través de los anteojos de nuestras predisposiciones, que encogen el campo de lo percibido hasta el punto de que solo llegamos a comprender la porción de mundo que encaja en la hornacina de nuestra forma de mirar.  La filosofía como sustitutivo de la locura: el caso de Descartes     El mundo que percibió y llegó a comprender René Descartes (1596-1650) era real (sin perjuicio de que otros, incluso contrapuestos, lo sean también). Tan real que nuestra civilización ha ido discurriendo en gran medida por el cauce que él abrió con su forma de mirar. Pero sorprende la manera en que esa perspectiva suya quedó determinada por la confrontación con unas circunstancias particulares que fueron conformando su vida ya desde su más tierna infancia, de modo que casi parecería que su filosofía no es sino su vida narrada en lenguaje cifrado. Veámoslo.    Descartes perdió a su madre unos trece meses después de haber nacido, al poco de que ella diera a luz a una hermana suya que tampoco sobrevivió. La conmoción que supuso la ausencia de su madre quedó acentuada con el distanciamiento físico y emocional de su padre, que, por ser consejero del Parlamento de Bretaña, tenía que asistir a períodos de sesiones de tres o cuatro meses cada año, dejando a la familia en casa, en La Haya. Precisamente, cuando nació Descartes y también cuando murieron su madre y su hermana recién nacida, el padre estaba ausente. A partir de que el futuro filósofo cumpliera cuatro años, las ausencias del padre se alargaron hasta seis meses, incluso el año entero. También por entonces este se casó en segundas nupcias. En realidad, Descartes se crio con su abuela, que murió cuando él tenía catorce años, aunque por entonces ya llevaba tres o cuatro viviendo en un pensionado. Cuando, ya mayor, Descartes había publicado algún libro, su padre manifestó su descontento porque su hijo se dedicara a tales “majaderías”, lo que confirma la distancia afectiva que hubo entre padre e hijo. Por lo que se refiere a un hermano y una hermana que tenía, también Descartes vivió distanciado de ellos. “La mayor aflicción de su vida”, según sus palabras, sin embargo, la sufrió por la muerte, tras una rápida enfermedad, de una hija suya de cinco años, Francine, que tuvo con una sirvienta suya, una mujer a la que esta vez era él quien no quería sentirse emocionalmente unido[1].    Estos angostos cauces por los que discurrió su vida emocional es muy probable que, en buena medida al menos, fueran la causa de su carácter enfermizo y su fragilidad, que hasta los trece años fueron extremos. Y la inseguridad afectiva que todos aquellos infortunios provocaban fueron asimismo causa suficiente de que, llegado el momento, tomara una determinación: si quería alcanzar la satisfacción en la vida debería para ello depender exclusivamente de sí mismo. Este encastillamiento afectivo encontró, por lo demás, un respaldo ambiental a partir de su internamiento en el Collège de la Flèche, gestionado por los jesuitas, donde permaneció entre los diez y los dieciocho o diecinueve años, y en el cual el director, debido a su delicada salud, le permitía permanecer largo rato en la cama durante las mañanas, tiempo que Descartes aprovechaba para llevar a cabo largas meditaciones a caballo entre el sueño y la vigilia, hábito mental que conservó durante toda su vida.    Aquella inseguridad básica a la que le habían llevado sus circunstancias vitales serviría, precisamente, de materia prima para su presupuesto filosófico fundamental: la duda metódica. De todo era preciso dudar, decía, puesto que nada servía de apoyo firme y confiable (y en él, la ausencia de padres lo hacía resultar singularmente evidente); para empezar, a la hora de intentar establecerse en la vida, y para continuar, esa duda había de emplearse también a la hora de abordar el conocimiento de las cosas. Y aquella determinación suya de depender exclusivamente de sí mismo cuando se trataba de buscar un punto donde apoyarse para responder a las dudas y a los embates de la vida, encontró asimismo una proyección filosófica en su famoso cogito: la única garantía de seguridad reside en uno mismo, en lo que el propio pensamiento, sin ningún otro condicionante, es capaz de decirnos.    La noche del 10 de noviembre de 1619 Descartes tuvo tres sueños que dice que le cambiaron la vida[2]. En el primero de esos sueños se encontraba a sí mismo paseando por las calles; entonces sintió una gran debilidad en su lado derecho que le hizo caminar torpemente y tener la sensación de que iba a caer a cada paso, así que trató de enderezarse. Sin embargo, un violento viento, en una especie de remolino, le hizo dar tres o cuatro vueltas sobre su pie izquierdo. Decidió entonces, para ganar firmeza, prestar atención al camino y a cada paso por separado. Se trataba de un sueño que daba a dos vertientes: por un lado, a su actitud ante la vida. Dice de sí, en este sentido, en el “Discurso del método”: “Y siempre sentía un deseo extremado de aprender a distinguir lo verdadero de lo falso, para ver claro en mis actos y andar seguro por esta vida”[3]. Y más adelante: “Mi segunda máxima fue la de ser en mis acciones lo más firme y resuelto que pudiera y seguir tan constante en las más dudosas opiniones, una vez determinado a ellas, como si fuesen segurísimas, imitando en esto a los caminantes que, extraviados en algún bosque, no deben andar errantes dando vueltas por una y otra parte, ni menos detenerse en un lugar, sino caminar siempre lo más derecho que puedan hacia un sitio fijo, sin cambiar de dirección por leves razones, aun cuando en un principio haya sido sólo el azar el que les haya determinado a elegir ese rumbo, pues de este modo, si no llegan precisamente a donde quieren ir, por lo menos acabarán por llegar a alguna parte, en donde es de pensar que estarán mejor que no en medio del bosque”[4]. Así pues, dejaba en evidencia su necesidad de contrarrestar sus fuentes de duda y de inseguridad, las que se asemejaban a esa circunstancia de andar torpe y vacilantemente en su sueño, y perdido en un bosque en la alegoría de su escrito. ¿Y cómo contrarrestarlas? Aquí su sueño le daba también pautas para llegar a conseguirlo: atender al camino dando cada paso por separado. Lo cual tuvo traducción, asimismo –y aquí está la otra vertiente a la que daba su sueño–, al lenguaje de su filosofía, cuando propuso el método deductivo como fórmula para acceder al conocimiento. Según este método, pareciera que extraído de su sueño, cuando se aborda alguna cuestión compleja que no puede ser evidente por sí misma, lo que procede es ir paso a paso: desmenuzarla, analizarla, hasta que quede descompuesta en sus elementos más simples y que, en cuanto tales, lleguen a resultar evidentes. Una vez hecho esto, se procede a realizar la síntesis, que consiste en recomponer ordenadamente la totalidad compleja, avanzando de elemento simple en elemento simple, de evidencia en evidencia. El todo resulta así de la suma de las partes… y nada más que de esa suma.    Un método, pues, que su sueño le había revelado en clave simbólica: prestar atención a cada paso por separado. No solo el sueño sirve de alusión extra-filosófica a su método, sino que, como dice en la tercera de sus “Meditaciones metafísicas”: “Todo el tiempo de mi vida puede ser dividido en una infinidad de partes, cada una de las cuales no depende de ninguna manera de las demás; y por ello, del hecho de que un poco antes yo haya sido, no se sigue que deba ser ahora, a no ser que en este momento alguna causa me produzca y me cree, por así decirlo, de nuevo, es decir, me conserve”[5]. No existe, pues, propiamente el todo, solo las partes, cada una de las cuales no depende de las demás, de la misma forma que en su vida tampoco había habido una continuidad entre sus partes que les sirviera de nexo, una posible narración que permitiera establecer una identidad en su personalidad por encima de cada concreta situación. Faltaba la confianza necesaria para asentarse en la idea de que existir en un momento determinado permite suponer que va a seguir siendo así después. Otra causa, independiente de la que produjo el momento anterior, habrá de sobrevenir produciendo el momento siguiente para que sea posible la sensación de que se conserva el propio ser, de que uno, efectivamente, existe. Uno construye su ser paso a paso; o más bien, no existe propiamente el ser, solo cada parte, igual que el cuerpo, como establecerá el mecanicismo cartesiano, está hecho de partes u órganos independientes (presupuesto, por otro lado, que ha servido de base al modelo que actualmente, en su acusada especialización, siguen la biología y la medicina). La inseguridad personal, pues, que había sido tan persistente a lo largo de la vida de Descartes quedaba así transformada en instrumento filosófico a la hora de construirse una perspectiva desde la que abordar el conocimiento de las cosas.    Esa inseguridad quedaba referida en Descartes, ante todo, a su entorno social. Además de la que apuntaba a la ausencia de sus padres, llegaba a ampliarse hasta incluir en ella la que le provocaba su prójimo en general. Uno de sus biógrafos decía que “Descartes casi no admiraba ni nada ni a nadie”[6]; se afirmaba asimismo en la idea de que a nadie debía nada. Estos modos de autoafirmación bien pueden ser entendidos como un mecanismo de defensa frente al sentimiento de abandono que en lo más profundo impregnaba su alma. Y prolongando ese sentimiento hacia el ámbito intelectual, en lo que confiaba era en sus propias reflexiones. ¿Y cómo estar convencido de que uno mismo no se engaña sin saberlo? Al final, Descartes se remitía a Dios: el hecho de que la suma de los ángulos de un triángulo sea igual a la suma de dos ángulos rectos se debe a que Dios ha querido que así sea, y ha grabado esa ley natural en nuestras mentes. Nada del mundo garantiza que, aunque seamos y tengamos consistencia en un momento determinado, vayamos necesariamente a seguir siendo y consistiendo un momento después: “Del hecho de que seamos no se sigue que seamos un momento después”, dice concretamente Descartes. Así que, para no hundirse en el pesimismo y la depresión por ser tan inconsistentes, tuvo que echar mano de Dios: Él, que es quien nos creó, que es la primera causa de que nosotros seamos, continúa produciéndonos, conservándonos. Si existimos y seguimos existiendo es porque Dios lo quiere, dado que el mundo y el resto de los congéneres no lo garantizan en absoluto. Desconfianza que dejaba de manifiesto cuando opinaba que una mujer hermosa, un buen libro y un perfecto predicador se contaban entre las cosas más difíciles de encontrar en este mundo. Nada de eso llegaba a equipararse en altura a la verdad, el acceso a la cual el mundo en absoluto lo garantizaba.


[1] Ver Ben-Ami Scharfstein: “Los filósofos y sus vidas”, Madrid, Cátedra, 1984, pp. 134 y ss. [2] Ver Ben-Ami Scharfstein: “Los filósofos y sus vidas”, Madrid, Cátedra, 1984, pp. 140-141. [3] René Descartes: “Discurso del método”, Obras, Madrid, Gredos, p. 106. [4] René Descartes: “Discurso del método”, Obras, Madrid, Gredos, 2011, p. 118. [5] René Descartes: “Meditaciones metafísicas”, Obras, Madrid, Gredos, p. 189. [6] Cit. en Ben-Ami Scharfstein: “Los filósofos y sus vidas”, Madrid, Cátedra, 1984, p. 143.

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