Por Juan Antonio Carrasco
Era la rúbrica a una perfecta creación.
Su trabajo incensante por crear una obra que diese que hablar necesitaba un final entre lo melodioso y paradisíaco. Y le costó. No podía firmar aquél trabajo sin haber puesto el punto final necesario.
En su labor estuvo en la duda de acabarlo antes. Ingentes cantidades de borrones quedaron plasmados en sus bocetos. Borrones que se hicieron desiertos. Tierras de nadie que dejó así, bien porque el guión que tenía en mente así lo merecía, bien porque los propios personajes así bifurcaron su historia.
Sin embargo sabía -quería- que el resultado último debía rozar la maravilla. Vislumbraba un horizonte donde se confundiera el cielo con la tierra, que quien lo viera no supiera si volaba o andaba. En su mente creativa diseñó un laberinto con mil salidas que embaucasen, en cada cual, a quien osase introducirse en él, logrando atrapar en el enmarañado puzzle al que intentara resolverlo.
Qué ser más perverso... Tanto como genial.
Pensaba en imprimirle la vitalidad de los vientos, la calma como de las tardes estivales, la alegría de miles de horas de sol, la magia de los reflejos plateados de una luna entre montañas de agua y sal.
Imaginaba una escultura enorme que se pudiera pasear.
Anhelaba pintarle rincones que se pudieran inmortalizar. Añoraba esbozar con sus manos breves trazos que asemejaran lo que veía desde su propia atalaya. Suponía que esa perfección era imposible de realizar.
De entre sus dedos salieron otras escenas maravillosas, lugares para conjurar, sonidos para embaucar, olores para enjugar de fragancias incontables pasajes de tal belleza que recelaba si aquello que había expresado no debiera ser, al fin, el sitio donde estampar su firma. Pero no las tenía todas consigo.
Cuando parecía que su fruto había madurado lo suficiente, justo en el instante que pretendía guardar sus útiles de crear y descansar después de casi una semana de incesante labor, supo cómo su gran invención terminar.
Estaba convencido que algo le faltaba a aquél ensalmo de sentimientos y sensaciones que quiso expresar.
Y la inspiración se hizo realidad.
De sus manos creadoras salió una estrofa en verso, unas notas de guitarra acompañadas de acompasada percusión, una escultura de piedras ostioneras, una pintura de colores pasteles que se fundían en un horizonte infinito...
"Sólo unos trazos más..." -sonrió.
Era ya el séptimo día de trabajo y Dios terminó. En su gran mural todo era hermoso, armonioso... Y en una esquina entre azules y blancos, apartado, como reservado.
para quien quisiera encontrar la misma paz, respirar el mismo aire y gozar la misma luz que Él disfrutaba firmó: Cádiz. Y descansó.