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“La forma correcta de matar”: La cámara de los horrores/El club de los asesinos. Pastiches retro, el XIX desde los sesenta, entre la feria de monstruos y el art nuveau

Publicado el 30 mayo 2010 por Esbilla

“La forma correcta de matar”: La cámara de los horrores/El club de los asesinos. Pastiches retro, el XIX desde los sesenta, entre la feria de monstruos y el art nuveauUn programa doble genuinamente camp para rescatar una par de divertidas cintas sesenteras que, sin ser gran cosa ninguna de ellas e incluso pudiendo considerarlas insatisfactorias y finalmente desaprovechadas, no carecen de interés principalmente por su descarada adscripción a un género (¿?) como es el pastiche, en ambos caso más colorista que culterano y siempre desde una óptica decididamente falta de cualquier pretensión más allá del espectáculo llamativo: el terror de feria de La cámara de los horrores y el divertimento pulp-decó de El club de los asesinos.

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La cámara de los horrores (Chamber of horrors)

Director: Hy Averback

1966

Estados Unidos

80 min.

Fotografía: Richard H. Kline

Música: William Lava

Guión: Stephen Kandel y Ray Russell

Reparto: Patrick O’Neal, Cesare Danova, Wilfrid Hyde-White, Laura Devon, Patrice Wymore, Suzy Parker

La cámara de lo horrores se agarra con fuerza y descaro a esa condición de pastiche acogiendo elementos conceptuales y ambientales provenientes de Los crímenes de museo de cera (1953) de André de Toth (hay cierto deje en los asaltos nocturno y, principalmente el detalle de que los protagonistas regenten una galería en la que tiene lugar el clímax final pero las figuras no son más qeu decorado y la escenografía no aporta  nada en especial más allá de cierto regusto clásico), trasuntos de los inmortales Holmes y Watson (esa misma pareja forma una altiva dupla de detectives aficionados de inigualables destrezas), iconografía propia de Jack el Destripador o incluso los gimmicks propios de las festivas producciones William Castle en esa llamativa advertencia precréditos que

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pone al espectador en guardia con respecto al hórrido espectáculo que va a presenciar , anunciándole que los momentos de mayor impacto serán precedidos, para evitar males mayores, mediante el uso de un estridente chirrido y unos flashes rojos. Estrictamente una engañifa, amén de un detalle que, más allá de su descaro, nada aporta.

A esta serie de ideas robadas y/o adaptadas se añaden otras notorias influencias formales/estéticas que tienen su principal fuente en el cine de terror que la Hammer llevaba proponiendo desde finales de los 50 y que se centran en el uso del color y las sombras de la espléndida fotografía

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-especialmente la nocturna con una atmósfera verdaderamente lograda por momentos con una iluminación neblinosa para las calles de Baltimore, por otra parte escenario caprichoso por completo y que nuevamente no se explota de manera alguna pese a las sugerencias que podía convocar esa ambientación norteamericana de finales del XIX, y unas manchas de negro en las que solo se ilumina de forma llamativa el maligno rostro de Patrick O’Neal-  así como en un score de William Lava deudor de los firmados por el gran James Bernard e igualmente deja notar ciertas reminiscencias a los títulos de horror de la AIP -a los que, simultáneamente, prorroga (los trabajos de Roger Corman) y prefigura (los de Gordon Hessler, Curtis Harrington o Robert Fuest)- o a una cierta idea de “lo gótico” (rasgos melodramáticos y folletinescos, perversidad erótica,…) heredado de las producciones italianas coetáneas.
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Pero si a algo en particular debe su consideración de oscura joyita de culto es a ese genial personaje, y performance a juego, de un especialmente memorable Patrick O’Neal como psicópata necrofílico -apoteósica secuencia de apertura en la que se casa con su recién asesinada prometida dando lugar a un tortuoso ritual de connotaciones fetichista que en su puesta en escena de la pulsión sexual recuerda a los turbadores numeritos de la obra maestra de Riccardo Freda El horrible secreto del Doctor Hichcock- que tras perder una mano (autoamputada para huir del tren que lo trasporta camino de la ejecución) la remplazará por un muñón multiusos capaz de acoplar cualquier instrumento mortal listo para trocear a

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sus antiguos captores. Lamentablemente la película pierde interés cuando este personaje desaparece de la pantalla dejando paso a unas pesquisas más bien anodinas y a un humor una tanto cargante, por contraposición con el negrísimo sarcasmo que acompaña a O’Neal, actor desaprovechado como pocos. En todo caso una realización agradable (atención al cameo de Tony Curtis), con un curioso cierre que, dado su origen televisivo (fue concebida para el medio pero luego exhibida en salas tal como ocurrió con bastantes títulos durante la época) hace pensar en la posibilidad del inicio de una saga protagonizada por el dúo de detectives aficionados y dueños de la casa de los horrores de Baltimore.
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El club de los asesinos (The Assassination Bureau)

Director: Basil Dearden

Gran Bretaña

1969

110 min.

Fotografía: Geoffrey Unsworth

Música: Ron Grainer

Guión: Wolf Mankowitz y Michael Relph según la novela inconclusa de Jack London The Assassination Bureau, Ltd, completada por Robert L. Fish en 1963

Reparto: Oliver Reed, Diana Rigg, Telly Savalas, Curd Jürgens, Philippe Noiret, Warren Mitchell

La segunda entrada en este programa doble es para un título tres años posterior y más divertido que el de Averback aunque más o menos igual de desaprovechado que tiene el valor de poder verse casi como un steampunk avant la lettre (iconografía juliovernesca, ingenios fantacientíficos retrofuturistas, zeppelines, ambientación eduardiana,…) que adapta un incompleto original de Jack London.

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El resultado alegra pero no convence, tanto por la  puesta en escena acometida según la moda de la década,  por parte del oficinista de la cámara Basil Dearden,  firme artesano del cine británico de posguerra (no perderse la estupenda Objetivo: Banco de Inglaterra en 1960 o su aprticipación en la fundamental pieza de sketches Al morir la noche en 1945) ya en la decadencia de su carrera, como por terminar desaprovechando una premisa verdaderamente genial -una intrépida periodista encargará el asesinato de su propio chairman a una secreta liga de asesinos que tiene por regla no rechazar ningún trabajo, lo que provocará que el carismático Ivan Dragomiloff se vea obligado a ejecutar a los restantes socios entre un

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derroche de clase para salvar su propia vida y, de paso, salvar el mundo conocido- prefiriendo convertirla en una especie de relectura de James Bond (cierta amoralidad, carreras por toda Europa con constantes cambios de escenario, que afectan al estilo adoptado por el film con un destello de inteligencia,…) en clave art nuveau o incluso una variante lujosa de las entrañables producciones de Harry Allan Towers sobre el inefable villano total Fu-Manchú, agradecidamente especiada con influencias de la legendaria serie televisiva The Avengers. No solo por el protagonismo de la siempre sofisticada Diana Rigg sino por un constante hincapié autoirónico y por su desembozada voluntad de juego cultista y multirreferencial, valor máximo de la serie de Brian Clemens pero sin la asombrosa capacidad de aquella para sofisticar cualquier material con arreglo a una óptica vanguardista que era audaz pop-art catódico, ni enclavarse en un universo propio, insólito y regido por muy particulares reglas, tal y como sucedía en el mundo paralelo de delirios y extravagancia cerebral de lso más estilosos superagentes supersecretos de la historia.
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Trepidante en cualquier caso y muy bien decorada (riquísima escenografía y vestuario modernistas, unidas a una exquisita fotografía de Geoffrey Unsworth que repetiría una década después en un invento semejante: la bien mediocre El primer gran asalto al tren de Michael Crichton), se beneficia del intachable concepto de la honestidad profesional de su realizador y de un sobresaliente reparto, no solo por la electrizante química entre Oliver Reed (confieso que uno de mis actores británicos favoritos con esa intensidad mal controlada y su brutal masculinidad) y la Doctora Emma Peel o por la presencia de todos los consignados en la ficha (divertidísmo, como solía, Telly Savallas adelantando su inminente incorporación a la saga Bond en 007 Al servicio secreto de su majestad) sino por contar para pequeños roles con secundarios del tronío de Clive Revill, George Coulouris, Kenneth Griffith o la felina Annabella Incontrera. Así y todo no puede evitarse la impresión de que el asunto daba para mucho más y que se escogió el enfoque más coyuntural y el tono distanciado y paródico menos brillante.

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(Agradecimientos por la galería fotográfica: OliverReed.net)


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