El maestro y el Guardián se dividían la administración de un Monasterio Zen.
Cierto día, el Guardián murió. Se necesitaba alguien que pudiera ocupar su lugar.
El maestro reunió a todos los discípulos para escoger quién haría la función de Guardián del Templo.
-"Voy a presentarles un problema",- dijo el maestro,- "y aquél que lo resuelva primero, será el nuevo Guardián del Templo".
Terminado su corto discurso, colocó un banquillo en el centro de la sala; sobre él había un exquisito florero de porcelana con unas hermosísimas flores.
-Éste es el problema-, dijo- ¡resuélvanlo!
Los discípulos contemplaron, perplejos, aquella belleza.
¿Qué representaba? ¿Qué hacer? ¿Cuál sería el enigma?
Pasó el tiempo sin que nadie atinase a hacer nada salvo contemplar el "problema", hasta que uno de los discípulos se levantó, miró al maestro y a los alumnos, caminó resueltamente hasta el florero y lo tiró al suelo, destruyéndolo.
- ¡Al fin alguien que lo hizo! - exclamó el maestro - ¡Empezaba a dudar de la formación que les hemos dado en todos estos años!. Usted es el nuevo guardián.
Al volver a su lugar el alumno, el maestro explicó:
- Fui bien claro: dije que ustedes estaban delante de un problema. No importa cuán bello y fascinante sea un problema, tiene que ser eliminado.
Un problema es un problema; puede ser un florero de porcelana muy caro, un hermoso amor que ya no tiene sentido, un camino que hay que abandonar… Sólo existe una manera de tratar con un problema.
Un problema, es un problema. No tiene sentido tratar de "acomodarlo" y darle vueltas, si al fin y al cabo ya no es otra cosa más que "UN PROBLEMA".