La más cercana de todas las fronteras es con el prójimo. Esta frase de Mario Benedetti viene al hilo del debate sobre la suspensión del tratado de Schengen, que establece la libre circulación de personas por Europa. Nunca unos pobres desarrapados, no muchos, apenas 25.000, habían hecho temblar de este modo uno de los pilares en los que se sustenta Europa (495 millones de habitantes según cifras de la UE de 2007) ni su búsqueda desesperada de futuro había hecho retroceder al pasado a todo un continente, siempre con sus piezas rechinando por la fricción. Ni, desde luego, había sido tema central de ningún consejo de ministros europeo. Un temblor y sacudimos el polvo que ensucia a la blanca y desarrollada Europa. Otro, y sin darnos cuenta todo se derrumba como un campanario en un terremoto.
Inmigrante europeo en África
Europa nunca ha sido una tierra de oportunidades. Históricamente, nuestros pobres han huido hacia América, Australia, Sudamérica,… tierras de provisión, vírgenes (sólo para nosotros) entonces. Y allí crearon sus colonias y sus imperios impolutos, igualmente blancos, importaron de la vieja Europa las leyes que les expulsaron para expulsar ellos también a los que allí estaban, impusieron su religión bien pertrechados en su mayor capacidad para la guerra y diezmaron a sus anfitriones, expoliada de sus riquezas y expulsados de sus paraísos por los beligerantes invasores. Tampoco somos un ejemplo de integración, pese a que los gobiernos progresistas presuman de sus políticas de integración a base de mercadillos artesanales y conciertos de música étnica en espacios públicos. No nos engañemos a nosotros mismos. Europa es un territorio de partida, no de acogida, y recibe al emigrante con recelo presumiendo su culpabilidad. Sólo cuando éste ha probado no ser un ladrón, sino un buen ciudadano que trabaja, no hace ruido, paga sus impuestos y asume sus responsabilidades consigue este mono de feria salir en un reportaje en los medios como ejemplo de integración para sus congéneres.
El complejo de superioridad, mezquino siempre y síntoma de otras carencias estructurales, explica este rechazo a 25.000 tunecinos y a los que les puedan seguir. La crisis económica no hace más que azuzar la inseguridad de la blanca Europa. Por eso no les duelen prendas a los dirigentes europeos si se ha de modificar este garante de la libertad que es el tratado de Schengen. Pero los necesitamos, aunque sea para echarles la culpa de la crisis. Si no, ¿quién tendrá la culpa? ¿El sistema encumbrado como panacea del bienestar, basado en el capitalismo salvaje, el derroche de recursos naturales, el consumismo, la especulación y el enriquecimiento rápido y fácil a costa del otro? Por supuesto que no. Hay que buscar otras causas que no derrumben este castillo de naipes marcados. Por eso les necesitamos.