Desde que empezó el proceso independentista en Catalunya siempre he pensado que lo más complicado de gestionar sería la frustración que generaría entre cientos de miles de catalanes, legítimamente ilusionados e implicados en un proyecto de construcción nacional, comprobar que su sueño, que habían estado tocando con la punta de los dedos, no se podía cumplir.
Nadie sabe qué va a pasar. Pero las señales de los últimos días llevan a pensar que los dirigentes independentistas están buscando la manera de dar un paso atrás en la idea de declarar la independencia sin que ello provoque una ola de frustración e indignación en media Catalunya.
Según la ley del referéndum, el Parlament debía proclamar la independencia a las 48 horas de darse a conocer los resultados de la votación del pasado 1 de octubre. De momento, lo único que se sabe es que el martes el president Carles Puigdemont acudirá a la cámara catalana para hablar sobre la situación política generada después de ese domingo fatídico, que será tristemente recordado por las escenas de violencia policial.
Sólo él y su círculo inmediato saben si en el curso de la sesión, aunque no está previsto, dará el paso que tiene en vilo a toda España y no creo que exagere si digo que también a Europa y a buena parte del planeta. No tanto por el hecho en sí, ya que proclamar la república catalana no supone, en principio, más que una declaración de intenciones, sino por la reacción previsiblemente (aún más) furibunda del gobierno español.
Yo espero que no dé ese paso. El gobierno, que tiene el apoyo de la prensa, del rey, Ciudadanos, buena parte del PSOE y gran parte de la sociedad española, según se ha visto estos días con las continuas exhibiciones de banderas a lo largo y ancho de la piel de toro, lo va a tener muy fácil para aplastar a los “secesionistas”. Las tibias quejas llegadas de Europa por la contundencia policial y las escandalizadas portadas y artículos de la prensa internacional no van a contener la respuesta al desafío independentista.
Tras el 1 de octubre, el gobierno español ha puesto en marcha una tosca pero efectiva campaña de propaganda antisecesionista (anticatalanista sería más acertado decir), con la inestimable colaboración de la prensa amiga (es decir, toda la de ámbito estatal), que empezó con el lavado de cara de las fuerzas del orden y el tétrico mensaje del rey, y que ha culminado con el anuncio de la fuga de Catalunya de bancos y empresas, todo ello aliñado con innumerables exhibiciones de colorido español, muy español, en las españolas, muy españolas, calles de las ciudades españolas, muy españolas.
Todo el debate se ha trasladado a la guerra de banderas. Si los independentistas han conseguido, con la inestimable colaboración de la prensa amiga (es decir, casi toda la de ámbito nacional), que Catalunya parezca una gigantesca estelada, los españoles, muy españoles, no iban a ser menos, y han transformado el país en una gigantesca bandera rojigualda, aliñada al gusto del consumidor, ya sea escudo constitucional o aguilucho franquista.
Los portadores de aguiluchos han salido en tropel de sus cuevas, y se sienten los reyes del mambo, brazo en alto y cara al sol, entre tanta exaltación patriótica. Ya ni se cortan a la hora de agredir a discreción, sabedores de que cuentan con el beneplácito de “los buenos” de la película, los españoles de bien que, por encima de todas las cosas, defienden la unidad de la patria.
El panorama es desolador y muy inquietante.
Había que ser muy ingenuo o muy irresponsable para pensar que Catalunya conseguiría la independencia por las buenas, y, llegados a este punto, hay que estar muy zumbado para creer que liarse la manta a la cabeza y tirar “pá’lante” es la mejor elección posible.
Pero claro, está el tema de la frustración. ¿Qué hacer?
Hoy mucha gente en toda España, también en Catalunya, se ha sumado a una convocatoria ciudadana que, bajo el lema #HablemosParlem, llamaba a concentrarse ante los ayuntamientos, vestidos de blanco, sin banderas, para pedir una solución dialogada al conflicto.
Como era de esperar, ni a los catalanes, muy catalanes (es decir, muy independentistas), ni a los españoles, muy españoles (es decir, bastante fachas), les ha gustado. Unos les acusan de ser “equidistantes” (la propongo para palabra del año), de poner en la misma balanza a quienes fueron apaleados por querer votar y a los apaleadores y quienes les jalean, y los otros de ser “buenistas” (también podría estar en el pódium de palabras del año) y ponerse de lado de los “golpistas catalanes”, es decir, de los delincuentes (tiene guasa que el PP acuse a alguien de saltarse la ley).
Los independentistas se ofenden porque dicen que quienes piden diálogo ahora llevan años escondidos y que ellos se han dejado las cuerdas vocales reclamándolo, sin resultado alguno. Cierto, lo segundo; no necesariamente lo primero. Me juego un guisante que la inmensa mayoría de quienes secundan la iniciativa #HablemosParlem quieren que haya un referéndum en Catalunya, y han trabajado para conseguirlo. Si han “despertado” ahora es porque quieren evitar que el conflicto sea irreversible. Ya sabemos qué hay enfrente, lo sorprendente es que no lo supieran quienes optaron por la vía unilateral. Y como lo sabemos, pedir diálogo, suplicarlo, es como el grito desesperado de quien ve que el desastre es inminente.
Entiendo en parte la reacción de esos independentistas ofendidos. Creo que es consecuencia lógica de esa frustración creciente, que irá a más conforme se vean las decisiones de quienes tenían que llevarnos a Ítaca.
La reacción del otro bando no la comprendo pero no me sorprende. Se enmarca en lo que he ido comentando en artículos anteriores: la derecha española no vence, humilla.
Es duro tragarse el orgullo, más cuando la brecha es tan grande que ni todo el diálogo del mundo conseguirá repararla. «¿Con quién hay que dialogar? ¿Con los que nos apalean?», preguntan los independentistas. Y es verdad, esos no dialogan, salvo después de la rendición.
No tengo soluciones. Bueno, sí, pero no son realizables en la realidad actual. Yo lo único que espero es que alguien ponga sentido común para evitar un desastre que no me entra en la cabeza que nadie desee, salvo los fascistas. No tengo madera de héroe, ni de mártir. No tengo intención de ponerme delante de un tanque.
Los hechos del 1 de octubre, deleznables, han impactado aún más en la sociedad catalana porque las víctimas no fueron las víctimas habituales de la violencia policial. Muchas de ellas nunca se habían encontrado ante un cordón policial, no respondían al perfil de “activista agitador que se busca problemas en la calle”. Seguramente buena parte de ellas torcía el gesto al ver cargas en manifestaciones, desalojos de edificios okupados o la “limpieza” de la plaza Catalunya durante el 15M. «Pobres chicos, pero un poco se lo han buscado. La policía hace su trabajo».
El desarrollo del 1 de octubre ha dotado de legitimidad a la vía unilateral. Quienes la defienden, quienes la han defendido con su integridad física, no pueden entender que haya sido en vano. Un paso atrás sería una traición imperdonable.
Pero que algo sea defendido con una pasión y una entereza admirables no lo convierte en poco menos que un mandamiento sagrado. En Catalunya existen muchas realidades, y basta con echar un vistazo al desglose de los resultados del referéndum para darse cuenta de que hay cosas que chirrían en esa realidad estelada. La ridícula participación registrada en la mayoría de las poblaciones metropolitanas y del entorno de Tarragona, las zonas más pobladas, de largo, de Catalunya, pone de manifiesto que (incidentes aparte) la gran mayoría de sus habitantes pasa del procés. En muchas de esas poblaciones votó menos de la tercera parte del censo. Si hubiera desglose por barrios, apostaría a que en muchos de Badalona, Barcelona, Santa Coloma de Gramenet, L’Hospitalet o Cornellà ni siquiera se llegó al 10% de votos.
El históricamente conocido como cinturón rojo, caladero de votos de la izquierda no nacionalista, ya ni siquiera es de izquierdas. Las clases populares de esas zonas se sienten tan españolas como catalanas y no entienden la urgencia del debate soberanista, que desde hace ya demasiado tiempo copa toda la atención mediática y política. Se sienten abandonadas, y ante la tibieza ideológica de la izquierda, han caído víctimas del populismo identitario. Puesto que al final todo acaba reduciéndose a las banderas, se quedan con la española y la senyera, la catalana sin estrellita. Es decir, se quedan con el discurso de Ciudadanos, que no les obliga a elegir.
En las próximas elecciones que haya no arriesgo nada si digo que el sucedáneo naranja arrasará en esos barrios.
El independentismo ha renunciado a intentar seducir a esos votantes y la izquierda no nacionalista se ha olvidado de ellos. Pero esas ciudades del Barcelonès, el Tarragonès, el Baix Llobregat y el Vallès Occidental también son Catalunya, una Catalunya que no tiene nada que ver en cuanto a su composición sociológica con la de las comarcas del interior y del norte. Sinceramente, no se puede construir un nuevo país obviando esa realidad.
Y claro que hay que votar, claro que hay que saber qué quieren de verdad los catalanes, todos, no sólo los convencidos de que la única vía es la unilateral.
No sé cómo se consigue. Repito que no tengo soluciones realizables. El problema es que la unilateralidad tampoco lo es, y es en lo que estamos, en cómo salir de este embrollo tan chungo.