Desde que comencé a bucear en la historia de Madrid han sido varios los tétricos pasajes que he encontrado localizados en una fina y larga vía, la Calle del Sacramento. Allí ocurrió la ya mencionada leyenda del Guardia de Corps, Juan Echenique, quien tuvo un angustioso encuentro con el más allá, y otro macabro hallazgo que dejaremos para más adelante… pero hoy nos centraremos en la triste historia de un par de señoras.
Dos mujeres de avanzada edad y que vivían en la esquina de la Calle Sacramento con la Calle del Rollo, donde hoy encontramos una desangelada plaza cubierta en parte con una tímida cascada. Al parecer estas personas estaban muy lejos de gozar de una buena salud y posición económica, es más, vivían en el umbral de la pobreza y en condiciones más que dudosas. No obstante tenían una pasión que ambas compartían, los gatos. Acumulaban y recogían de la calle tantos mininos como les era posible, haciendo oídos sordos a las habladurías de sus vecinos.
Las señoras se desvivían por sus felinos, incluso optaban por sacrificar sus propios alimentos por dárselos a sus animales. Con esta enorme particularidad, transcurrían los días de las dos mujeres hasta que la rutina se tornó en extrañeza. Con el tiempo los vecinos cayeron en la cuenta de que ya no se dejaban ver ni salían al exterior como solían hacer. Pasaron las fechas y no hubo noticias de ellas. Al tiempo, un desagradable olor procedente del interior de la vivienda hizo que se diera parte a la justicia.
Cuando un alguacil abrió la puerta de una patada se encontró con una imagen dantesca y desagradable. Los cuerpos de ambas mujeres, en avanzado estado de descomposición y en parte devoradas por los gatos que tiempo atrás, habían adoptado como hijos. Al parecer, estos habían optado por empezar a comerse a sus dueñas ante la falta de otro alimento que llevarse a la boca. Un devastador hallazgo que causó una enorme conmoción en toda la zona.
La vivienda donde se produjo este horrible suceso fue derribada en 1972 y en su lugar, en 1991, se construyó un parking subterráneo y una fría explanada. Ya no queda ni rastro de la vivienda que los madrileños bautizaron entonces como “la casa de los gatos” y del trágico final de sus dos habitantes.
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