Por el lugar donde se representa -el hall del teatro- y por la disposición del público casi tocando a los actores, es difícil evitar el recuerdo de «La función por hacer», que dirigió Miguel del Arco (presente en el estreno de «La gaviota»). Y hay, por supuesto, puntos en común entre ambos montajes: fundamentalmente, la sinceridad, el arrojo y el compromiso del trabajo de los actores. Coinciden también en la limpieza de la adaptación, en la frescura, en la emoción...
«La gaviota» es uno de los textos fundamentales de la historia de la literatura dramática. En ella se reflexiona sobre grandes temas -el amor, la muerte, el tiempo, el arte...- a través de la historia de una familia vertebrada en torno a una notoria actriz. Pocos elementos escénicos -la necesidad, una vez más, hecha virtud- rodean esta despojada y esencial versión, con pretendida apariencia de función infantil de desván, de improvisada reunión en torno a los trajes del baúl de la abuela...
Pero el tuétano del embriagador texto permanece inalterable, y esos personajes muestran su carne, su aliento, su sudor... No hay un gramo de cartón-piedra en esta función, para la que no encuentro una palabra que mejor la defina que sinceridad. Sobre todo, repito, por el trabajo de unos actores entregados a sus personajes, desde el torturado Treplev de Javier Pereira hasta el ambicioso despertar de Nina (una cautivadora Nausicaa Bonnín), pasando por el sombrío carácter del Triogrín de Javier Albalá o el hueco cacareo de Arkadina, a quien Toni Acosta regala su deslumbrante actuación. Son el mascarón de proa de una función donde todos los actores, que trabajan sin red, que caminan sobre el peligroso filo que es la cercanía a los espectadores, suenan afinados y empastados: Gorka Lasaosa, Marian Aguilera, Tomás del Estal, Viviana Doynel, Joaquín Gómez, Alito Rodgers... Todos -muy especialmente, también, Rubén Ochandiano- merecen el aplauso que le ofreció el público, y que estoy seguro de que fue tan sincero como su propia actuación.