Hoy la vi, a menos de dos metros de distancia, despedazar a picotazos el cadáver de una de sus víctimas. Allí, ante mis narices y en mitad de la gran ciudad, entre farolas, antenas parabólicas y señales de wifi, la ley de la jungla se estaba cumpliendo con exacta crudeza. La gaviota arrancaba del cadáver piltrafas de carne que engullía con precisos movimientos de cabeza, mirando, ocasionalmente y de reojo, con un ojo feroz e indiferente, a aquel fantasma que la contemplaba desde esa otra dimensión situada al otro lado de una pared de cristal. Por la noche, cuando llegué a casa, quise darme una ducha antes de meterme en la cama. Me desnudé, me metí en el baño y, al otro lado del espejo, vi un hombre de Cromañón que me miraba. Sin la ropa, el reloj de pulsera y los cachivaches electrónicos que nos han crecido como nuevos apéndices evolutivos; con el pelo algo más largo que de costumbre y la barba que me he dejado crecer porque es verano y da pereza afeitarse, el simio bípedo al otro lado del espejo parecía a punto de sentarse sobre sus talones ante una hoguera y ponerse a tronchar huesos para sorber el tuétano de su interior. No hay ninguna diferencia física (probablemente, tampoco intelectual) entre nosotros y nuestros antepasados, los que, en el neolítico, llegaron a este continente y les robaron sus territorios de caza a los neandertales que aquí habitaban, condenándoles así a la inanición, y a la extinción. Como no debe existir ninguna diferencia entre las gaviotas que entonces sobrevolaban sobre sus cabezas y la que acababa de comerse una paloma ante mis narices. En términos evolutivos, un millón de años no da para casi nada. Gaviotas y humanos somos, esencialmente, el mismo animal entonces que ahora, y la jungla nos queda mucho más cerca de lo que nos parece. Mientras me duchaba, decidí que al día siguiente me afeitaría la barba e iría a cortarme el pelo.
Hoy la vi, a menos de dos metros de distancia, despedazar a picotazos el cadáver de una de sus víctimas. Allí, ante mis narices y en mitad de la gran ciudad, entre farolas, antenas parabólicas y señales de wifi, la ley de la jungla se estaba cumpliendo con exacta crudeza. La gaviota arrancaba del cadáver piltrafas de carne que engullía con precisos movimientos de cabeza, mirando, ocasionalmente y de reojo, con un ojo feroz e indiferente, a aquel fantasma que la contemplaba desde esa otra dimensión situada al otro lado de una pared de cristal. Por la noche, cuando llegué a casa, quise darme una ducha antes de meterme en la cama. Me desnudé, me metí en el baño y, al otro lado del espejo, vi un hombre de Cromañón que me miraba. Sin la ropa, el reloj de pulsera y los cachivaches electrónicos que nos han crecido como nuevos apéndices evolutivos; con el pelo algo más largo que de costumbre y la barba que me he dejado crecer porque es verano y da pereza afeitarse, el simio bípedo al otro lado del espejo parecía a punto de sentarse sobre sus talones ante una hoguera y ponerse a tronchar huesos para sorber el tuétano de su interior. No hay ninguna diferencia física (probablemente, tampoco intelectual) entre nosotros y nuestros antepasados, los que, en el neolítico, llegaron a este continente y les robaron sus territorios de caza a los neandertales que aquí habitaban, condenándoles así a la inanición, y a la extinción. Como no debe existir ninguna diferencia entre las gaviotas que entonces sobrevolaban sobre sus cabezas y la que acababa de comerse una paloma ante mis narices. En términos evolutivos, un millón de años no da para casi nada. Gaviotas y humanos somos, esencialmente, el mismo animal entonces que ahora, y la jungla nos queda mucho más cerca de lo que nos parece. Mientras me duchaba, decidí que al día siguiente me afeitaría la barba e iría a cortarme el pelo.