La generación preparada que depende de sus padres

Por Siempreenmedio @Siempreblog

La lotería no me la gano pero sí formo parte de varias listas bastantes desafortunadas. Según me confirma un prestigioso instituto británico, las personas de entre 44 y 53 años estamos más preparadas, pero vivimos peor que nuestros padres, es más, dependemos de su patrimonio. Ni que decir tiene que podrían añadir que pasaremos a formar parte también de los servicios de atención a la salud mental, siempre y cuando los sistemas públicos se decidan a incluirlo con fundamento entre las prestaciones que ofrecen. Intento tirar de ironía pero les confieso una profunda tristeza y ansiedad. No necesito ningún estudio para reconocer en los míos esta situación. Mi generación está formada por miles de jóvenes que fueron los primeros en su familia en obtener una licenciatura. Eso suponía ilusión y orgullo porque los padres, también ilusos ellos, creían que los niños así tenían el futuro garantizado. Muchos comenzaron a trabajar nada más terminar la carrera universitaria y a formarse unas expectativas de vida en consecuencia. Entonces llegó la crisis económica y mi generación perdió inversiones, entre ellas sus viviendas. Y volvimos a pedir dinero en casa, como la paga semanal pero con cifras con más ceros. Y después de una década sin subida de sueldos, pero sí de precios, llega la pandemia.

Sí, podríamos ser felices comiendo lo que mamá nos prepara, si tenemos esa suerte, pagando las facturas básicas y desempeñando labores para las que se está más cualificado de lo necesario y se cobra una miseria. Estamos vivos, ¿no es cierto? Pero es que a mi generación le vendieron que la vida era algo más, que viajar alimentaba el alma, que obtener ciertos objetos que mejoran el día a día era una necesidad y que una existencia no debe consistir sólo en darle vueltas a un tornillo durante catorce horas al día para regresar a un camastro en el que esperan unos hijos que, otra vez, no podrán formarse en aquello para lo que sienten vocación.

Mi generación se emocionó con los libros, la música, el teatro, el cine y creyó que la cultura no debía representarse sólo en la plaza del pueblo (que también), sino que debía formar parte de un sistema productivo que valorase el talento como forma de vida. Entendió que salir a comer no debería ser un lujo, ni disponer de un transporte privado con el que descubrir la independencia que da la movilidad propia (aunque fomentemos el uso con frecuencia de los medios de transporte públicos). Ahora, mi generación, está igual que cuando teníamos 18 años, rogando a los padres, si se tiene la suerte de que estos dispongan de medios, de dinero para comprar unas entradas para el cine o un préstamo para un coche. La diferencia es que ahora, quienes se enfrentan con estoicismo al negro futuro, con entre 43 y 53 años, también crían hijos y pagan hipotecas. Y se frustran, el domingo, en casa de la madre, cuando, otra vez, deben pedirle dinero, cuando siempre soñaron, con sus títulos académicos bajo el brazo, colmarla de comodidades y tranquilidad en su vejez.

Yo de niña pintaba muchos soles de negro en mis dibujos en casa y el colegio. Era una profeta sin entender siquiera lo que la palabra significaba.