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La genuina, la mejor: La gran estafa (Charley Varrick, Don Siegel, 1973)

Publicado el 12 febrero 2014 por 39escalones

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Walter Matthau existe mucho más allá de la comedia. Si sus primeros pinitos tuvieron lugar en el western en compañía de Burt Lancaster o Kirk Douglas, con el tiempo logró componer un buen puñado de personajes tirando a canallas, cínicos, duros, violentos, a los que sabía dotar del registro adecuado en interpretaciones inmensas, magníficas. Una de ellas es la del atracador de bancos Charley Varrick en la película del mismo título, conocida en España como La gran estafa (Don Siegel, 1973), muy superior a las que, con el mismo nombre (y con Richard Gere teñido o con el añadido “americano” en el título y diseñadas para premio) han sido estrenadas por estos lares en los últimos años. La denominación original de la película nos indica ya que trata primordialmente de un personaje, el protagonista, un tipo que debe hacer ingeniería delictiva para salvar la peligrosa situación en la que un atraco como otro cualquiera, pero que en el fondo no lo es, le pone por pura casualidad.

Amanece en Tres Cruces, un pueblo de Nuevo México: sale el sol, pasa el lechero y el repartidor de periódicos, empieza a hacer calor, la gente desayuna, sale a pasear al perro, a tender la ropa, a hacer la compra, camino del colegio o del trabajo… La vida tranquila y paciente de cualquier pequeña localidad rural del Oeste americano civilizado. Un coche se detiene ante el banco del pueblo. Lo conduce una mujer madura llamada Nadine (Jacqueline Scott), que lleva a su marido, un venerable anciano con aspecto de profesor universitario y que tiene una pierna rota (Walter Matthau), a hacer un cobro. Lo que ocurre es que el cobro es más bien un desvalijamiento, labor en la que le ayudan otros dos clientes del banco previamente introducidos en él. La cosa se complica porque la policía se huele lo que pasa, hay disparos y muertos, y Charley y sus compinches tienen que huir. Los contratiempos no terminan ahí, porque Varrick (ya desprovisto de su disfraz) y su compañero Harman (Andrew Robinson, que un par de años antes dio vida a Scorpio, el asesino que perseguía por San Francisco el detective Harry Callahan que Clint Eastwood interpretó también para Don Siegel) descubren que, mientras que su botín supera los setecientos cincuenta mil dólares, el banco sólo ha declarado el robo de apenas mil trescientos pavos. ¿Y el resto? Pues como bien sospecha Varrick, se trata de dinero del crimen organizado, camuflado en un banco cualquiera, listo para ser blanqueado, disimulado. Así, Varrick y Harman no sólo deberán escapar de la policía, sino también de Maynard Boyle (John Vernon, poderosa presencia de ojos azules y aspecto duro y sin escrúpulos en el cine criminal y el western de aquellos años), el responsable de ese dinero sucio, y de su enviado, Molly (Joe Don Baker), un matón profesional.

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La película transita en sus 111 minutos por las maniobras de Varrick para lograr su huida, en parelelo a la persecución que Molly emprende tras sus huellas, extorsionando, violentando o torturando a todo aquel que pueda dar alguna razón de su paradero, las gestiones de Boyle para averiguar si el ladrón estaba de acuerdo con el director del banco para robar a la Mafia entre ambos, y también, en menor medida, con menos protagonismo, la investigación policial sobre el atraco. En lo que a Varrick se refiere, Siegel juega oportunamente la carta de la elipsis y la anticipación. Mientras que en los otros tres aspectos de la trama Siegel hace una narración lineal, lógica, mostrando cada paso y cada razonamiento de los personajes, en el caso de Charley Varrick-Walter Matthau algunos de sus comportamientos no terminan de comprenderse en su totalidad a priori (la magnífica secuencia en el dentista, por ejemplo, cuando abre los cajones de los historiales y cambia los resultados de las radiografías entre dos de ellos: el público no sabe lo que el personaje tiene en la cabeza, pero él sí, y actúa con antelación porque Siegel contempla el guión en su totalidad, no como mera sucesión de viñetas de acción) pero resultan congruentes y necesarios en buena medida para comprender tanto el desarrollo posterior del film como el pensamiento del personaje en las secuencias previas, lo que le da un matiz más oscuro, menos ambiguo y complaciente, nada heroico. En este punto resulta capital la grandiosa interpretación de Matthau, un tipo vulnerable (estupenda la imagen de su doble despedida de Nadine…) pero muy contenido, nada explosivo, metódico, hierático, reflexivo y, de manera un tanto sorprendente e increíble, seductor cuando se lo propone de jóvenes rubias y apetitosas. Joe Don Baker ofrece un estupendo contrapunto, en su línea interpretativa habitual, en este caso un esbirro no carente de humor e ironía, práctico y concienzudo, y con demasiada autonomía propia para el gusto de sus jefes. John Vernon, siempre con su sólida presencia, y la belleza de Felicia Farr (esposa de Jack Lemmon), terminan de completar el reparto (con cameo del propio Siegel) de una historia que, si bien no destaca especialmente en el tratamiento visual (fotografía de Michael C. Butler típica de los setenta, casi podría decirse que hasta televisiva), quizá porque Siegel intenta transmitir en la forma esa misma desnudez de lo superfluo que presenta Varrick, sí lo hace en el musical (partitura del argentino Lalo Schifrin, tan de moda entonces).

El mayor mérito de la cinta, dejando aparte la ambigua y poliédrica composición de Varrick por Matthau, consiste en el guión, como ya se ha dicho, y en el brío de la dirección de Siegel, que logra combinar acción, suspense, intriga y cierto romanticismo, sentimental y nada sensiblero, con un estilo narrativo seco, preciso, lacónico, económico, sin florituras visuales ni recovecos dramáticos ni impostaciones narrativas, pero tremendamente efectivo. Así es en las persecuciones y los tiroteos, por ejemplo, pero también en los diálogos y los duelos interpretativos directos entre los personajes (el encuentro de Molly con Harman, por ejemplo, o las distintas visitas de Molly a cada personaje), en el sentido del humor (muy fino en el caso de Varrick, muy simpático en el de su vecina de caravana, la anciana sorda a la que “acosan” los hombres…) o en la construcción del desenlace, la persecución entre el biplano de fumigación (reminiscencia hitchcockiana, quizás) y el coche de Molly, espectacular en su modestia, imperfecta en su concepción, casi apresurada y chapucera, pero tremendamente eficaz en el encaje de las piezas previamente mostradas. Con todo, lo que supone el acierto fundamental es la capacidad de Siegel de dotar a su protagonista de una mentalidad propia y diferenciada que, aparentemente al margen de la película (parece funcionar fuera de los fotogramas), juega con los elementos dramáticos y cinematográficos para construir un plan de fuga que se revela preciso como un reloj suizo, lleno de riesgos y peligros, pero que, puesto en práctica minuciosamente, sólo puede conducir a un único resultado. La matemática del crimen.


La genuina, la mejor: La gran estafa (Charley Varrick, Don Siegel, 1973)

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