Tampoco existen fronteras. Esa es otra de las consecuencias de esta dinámica comercial de la globalización. Las grandes marcas de cualquier sector son conglomerados transnacionales que operan allá donde puedan obtener grandes beneficios con el menor gasto o inversión. Para esas empresas no existen aduanas que impidan su actividad y se mueven deslocalizando industrias cuando las condiciones no les satisfacen o abriendo filiales en cada continente o país. De esta manera, han conseguido que el mundo se convierta en un enorme tenderete en el que exhiben sus productos, uniformando gustos y consumos de sus clientes, que somos todos. Sutil pero permanentemente nos mentalizan gracias a una impresionante globalización también cultural, vía publicidad, modas y costumbres, que nos adecua a vestir sus prendas (gorritas de béisbol, vaqueros), ingerir sus comidas (pizzas, hamburguesas, cocacolas) y hasta entretenernos con lo que ofertan atractivamente (películas, series televisión, videojuegos, etc.).
Para apreciar lo primero sólo hay que pasear por las calles de cualquier ciudad española. Mirando escaparates se constata cómo nos transforman en clones que consumimos lo que ellas quieren, sin apenas capacidad de elección, sin alternativa. Los locales más céntricos de cualquier ciudad están ocupados por una serie de firmas comerciales -siempre las mismas, las que perduran-, que se distribuyen casi en idéntico orden. Los McDonald, Zara, Corte Inglés, Mercadona, Cortefiel y toda la corte de negocios que florecen a su sombra (100 Montaditos, Sturbuck Caffe, Supercor, Café de Indias, etc.), se reiteran en el paisaje comercial urbano llevándonos a la confusión de no poder identificar ninguna ciudad por su morfología comercial, que es idéntico en todas ellas. La oferta de consumo que nos ofrecen, salvo matices, no se ve alterada por la región o comunidad en que se asienten, lo que unifica nuestros gustos y modula nuestras diferencias hasta hacerlas desaparecer.
Así que, cuando se habla de economía en boca de un político, se está hablando de lo que conviene a las empresas, no a los ciudadanos. El comercio se sirve de la política para imponer las condiciones que más le interesan y para convencernos de que su lucro y expansión nos conviene. Política y comercio vienen a significar lo mismo, tienen una misma finalidad: defender los intereses de sus titulares, curiosamente las mismas personas. Por eso se “ayuda” a los bancos, no a los ciudadanos. Lo que mueve al mundo es el mercado, un recurso mucho más mortífero que las bombas.Guárdese, pues, de las guerras comerciales: saldrá perdiendo. Siempre.