La buena vieja literatura no parece cansarse de volver, una y otra vez, a la vieja historia del Fausto (que, en cierto modo, y como bien lo notó Goethe, no es una, sino muchas historias). Desde lo que las fuentes antiguas nos dicen de la existencia de un tal Simón Mago, que se autonominó mesías y fue gnóstico y viajero, pasando por personajes como Paracelso, hasta escritores tan vigentes como John Banville (que lo recrea en su novela Mefisto, un magistral experimento barroco y poético), la tentación, la duda, la sombra y el misterio se han repetido una y otra vez, y esto sin perder ni un ápice de originalidad. Sería muy interesante si alguien se decidiera a reunir, en un libro, las diferentes expresiones, vitales y artísticas, del tema de Fausto. Al fin y al cabo, se trata de una lista llena de nombres inabarcables que, por si fuera poco, se han decidido a tratar un tema también inabarcable: además de los mentados antes, están Marlowe y Flaubert, Klaus y Thomas Mann, Terry Gilliam, el grande entre grandes Goethe y, en cierto modo, también Byron y Nerval (que recogieron el aliento de ese tema que tan bien les iba). Y es que, como lo decía antes, el tema de Fausto es infinito. Y, efectivamente, cada uno de los autores que han vuelto a él lo han hecho para exprimir un jugo diferente. Por poner un par de ejemplos, tenemos a los Mann, que lo hicieron un símbolo de la historia alemana en general y de la del nazismo en particular; a Byron, que escribió su Caín bajo la influencia de Goethe y que retrató la condena humana desde sus raíces; al propio Goethe, que escribió un libro infinito en el que tal vez se encuentren todas las lecturas reunidas. El retrato final, creo yo, es siempre el de la condición humana en su sentido más crudo, real y llano. Y es que claro: ¿no podemos acaso reconocer nuestros propios temores, nuestra náusea, nuestro agotamiento resignado, nuestra sed de trascendencia y realización, en esas primeras palabras del doctor Fausto en la obra de Goethe? ¿Nunca hemos sentido esa sed de orden, de unidad del universo, que tan bien convierte en palabras Banville? ¿No ha habido algún momento en que el alma, si es que existe, nos parece un precio barato para pagar una ilusión? ¿Somos sordos acaso a la voz de Mefistófeles, que susurra en la sombra de nuestra soledad?La historia de Fausto es, pues, la nuestra. Y tantas otras que, también, pueden formar parte de nuestro lento hundimiento en las arenas del tiempo. Como decía, esto lo sintió especialmente Goethe, que eligió el tema y los andares de Fausto como símbolo para reunir, en una sola obra, toda su concepción del universo a lo largo de sus días, invocando a las literaturas, los cultos y las diferentes filosofías del mundo que habían llegado a sus oídos. He escuchado a muchos decir que el Fausto de Goethe es un libro tedioso, y sin embargo yo no me cansaré de insistir en que se trata, más bien, de una de las obras más monumentales, completas, densas e infinitas de toda la historia de la literatura. Todavía no hemos agotado este drama. Tampoco creo que lo hagamos alguna vez (por suerte). Siempre habrá algun autor que se decida a volver a este viejo tema, a esta historia que es tan íntima para todo el mundo. Por no decir que su sombra puede reconocerce en tantas otras obras, consten o no de palabras. Y ni siquiera esto es del todo necesario: la tragedia de Fausto la seguimos representando y recreando todos nosotros, así no lo sepamos, mientras esperamos (con los ojos cerrados o abiertos) a que se cierre nuestro telón. De alguna forma, Mefistófeles le cumplió al doctor Fausto: digan lo que digan las páginas, ha alcanzado la gloria de la inmortalidad literaria, a la vez que la de seguir viviendo como un símbolo que cualquiera de nosotros puede reconocer como propio.
La buena vieja literatura no parece cansarse de volver, una y otra vez, a la vieja historia del Fausto (que, en cierto modo, y como bien lo notó Goethe, no es una, sino muchas historias). Desde lo que las fuentes antiguas nos dicen de la existencia de un tal Simón Mago, que se autonominó mesías y fue gnóstico y viajero, pasando por personajes como Paracelso, hasta escritores tan vigentes como John Banville (que lo recrea en su novela Mefisto, un magistral experimento barroco y poético), la tentación, la duda, la sombra y el misterio se han repetido una y otra vez, y esto sin perder ni un ápice de originalidad. Sería muy interesante si alguien se decidiera a reunir, en un libro, las diferentes expresiones, vitales y artísticas, del tema de Fausto. Al fin y al cabo, se trata de una lista llena de nombres inabarcables que, por si fuera poco, se han decidido a tratar un tema también inabarcable: además de los mentados antes, están Marlowe y Flaubert, Klaus y Thomas Mann, Terry Gilliam, el grande entre grandes Goethe y, en cierto modo, también Byron y Nerval (que recogieron el aliento de ese tema que tan bien les iba). Y es que, como lo decía antes, el tema de Fausto es infinito. Y, efectivamente, cada uno de los autores que han vuelto a él lo han hecho para exprimir un jugo diferente. Por poner un par de ejemplos, tenemos a los Mann, que lo hicieron un símbolo de la historia alemana en general y de la del nazismo en particular; a Byron, que escribió su Caín bajo la influencia de Goethe y que retrató la condena humana desde sus raíces; al propio Goethe, que escribió un libro infinito en el que tal vez se encuentren todas las lecturas reunidas. El retrato final, creo yo, es siempre el de la condición humana en su sentido más crudo, real y llano. Y es que claro: ¿no podemos acaso reconocer nuestros propios temores, nuestra náusea, nuestro agotamiento resignado, nuestra sed de trascendencia y realización, en esas primeras palabras del doctor Fausto en la obra de Goethe? ¿Nunca hemos sentido esa sed de orden, de unidad del universo, que tan bien convierte en palabras Banville? ¿No ha habido algún momento en que el alma, si es que existe, nos parece un precio barato para pagar una ilusión? ¿Somos sordos acaso a la voz de Mefistófeles, que susurra en la sombra de nuestra soledad?La historia de Fausto es, pues, la nuestra. Y tantas otras que, también, pueden formar parte de nuestro lento hundimiento en las arenas del tiempo. Como decía, esto lo sintió especialmente Goethe, que eligió el tema y los andares de Fausto como símbolo para reunir, en una sola obra, toda su concepción del universo a lo largo de sus días, invocando a las literaturas, los cultos y las diferentes filosofías del mundo que habían llegado a sus oídos. He escuchado a muchos decir que el Fausto de Goethe es un libro tedioso, y sin embargo yo no me cansaré de insistir en que se trata, más bien, de una de las obras más monumentales, completas, densas e infinitas de toda la historia de la literatura. Todavía no hemos agotado este drama. Tampoco creo que lo hagamos alguna vez (por suerte). Siempre habrá algun autor que se decida a volver a este viejo tema, a esta historia que es tan íntima para todo el mundo. Por no decir que su sombra puede reconocerce en tantas otras obras, consten o no de palabras. Y ni siquiera esto es del todo necesario: la tragedia de Fausto la seguimos representando y recreando todos nosotros, así no lo sepamos, mientras esperamos (con los ojos cerrados o abiertos) a que se cierre nuestro telón. De alguna forma, Mefistófeles le cumplió al doctor Fausto: digan lo que digan las páginas, ha alcanzado la gloria de la inmortalidad literaria, a la vez que la de seguir viviendo como un símbolo que cualquiera de nosotros puede reconocer como propio.