Desde la muerte de Franco, los articuladores de esa relación vital entre los ciudadanos y el poder son los partidos políticos. Los partidos políticos, por definición, son los intermediarios entre la CiudadanÍa y el Estado. Su deber en democracia es interpretar las demandas de la sociedad y transmitirlas al gobierno, entendido este como la personalización del Estado. A los ciudadanos, desprovistos de participación en la política y de mecanismos para influir y ejercer su voluntad política, en este juego de democracia incompleta y degradada vigente en España, solo le queda el refrendo de las listas de los partidos, cada cuatro años.
Ahora, después de tanta desvergüenza y de contemplar aterrados tanta corrupción y abuso de poder, nos damos cuenta de que los partidos no ejercen esa función, sagrada en democracia, de elevar hasta el gobierno los sentimientos y deseos del pueblo, sino que esos partidos se han apoderado del Estado, cierran sus oídos a la ciudadanía y ejercen la política en régimen de monopolio, sin admitir interferencias ni competencias.
Por esas razones, la ciudadanía está descontenta y frustrada; por eso existe un foso enorme que separa a los ciudadanos de sus dirigentes; por eso decimos que no nos representan; por esos las encuestas reflejan una pésima valoración de los partidos; por eso los políticos son considerados por los ciudadanos como uno de los grandes problemas de la nación.
La situación es tan crítica e insostenible que es urgente redefinir esa relación entre sociedad civil y Estado, entre el ciudadano y el poder.
No es cierto que los partidos políticos sean imprescindibles en democracia. Son perfectamente prescindibles. Cada día somos mas los que no queremos intermediarios arrogantes y blindados, que exhiben inexistentes cheques en blanco para hacer y deshacer en política, sin que el ciudadano ni siquiera pueda opinar.
El verdadero destino del hombre es el autogobierno, pero los políticos se han encargado de adormecer, maleducar y hasta envilecer a las masas lo suficiente para que el autogobierno sea un objetivo, por ahora, inalcanzable. Sin embargo, para acabar con la vileza actual del sistema, necesitamos que nuestros representantes sean elegidos en votaciones uninominales, por distrito, a doble vuelta , con separación de efectiva de los poderes y con el derecho a echarlos cuando no cumplan con el mandato que les hemos dado, un derecho a la revocación regulado, sin tener que esperar cuatro años para deshacernos de un canalla, un corrupto o un imbécil que ha sido elevado hasta la cúspide del Estado por los partidos políticos.
Con muy pocas reformas, la pocilga española podría empezar a cambiar y a mejorar con deslumbrante rapidez. La doble vuelta eliminaría de golpe esos pactos contra natura que el ciudadano tiene que soportar en los gobiernos sin quererlos y sin que antes les hayan sido anunciados. El fin de las desigualdades en la valoración de votos y de la financiación con fondos públicos de los partidos mejorarían España de un plumazo. La limitación a ocho años de los mandatos y el endurecimiento de las leyes contra la corrupción, obligando al delincuente a permanecer en prisión hasta que no devuelva el botín, por ejemplo, acabaría de golpe con el 90 por ciento de la suciedad que se ha incrustado en el corazón del Estado.
Es hora de asumir que España no cambia y no mejora porque a los partidos y a sus políticos no les interesa. Es hora de forzar la decencia desde la ciudadanía.