Poco importa ahora la crisis europea, la falta de liderazgo de Alabado Obama, que oposita a diario para no perder el ex que antecede a su título de Presidente Terrícola, los gritos en la plaza de la Perla de al-Manāmah, la impasibilidad de Naciones Unidas ante los vuelos rasantes de al-Gaddafi, el precio de la gasolina, las sentencias del tribunal que condena a un estado soberano a pagar por un desmesurado proteccionismo a su Rey, la lava del Kilauea, poco, casi nada importa. Hoy todo gira en torno a Nippon-koku, el país que nosotros llamamos Japón. No es para menos tanta fijación en el imperio de Akihito: de seguir las cosas su avance lógico, el protocolo fúnebre de un devastador terremoto que se convirtió en una oleaje de diez metros de fiereza que dañó la instalación eléctrica de una planta nuclear situada en Fukushima, en el noreste de la isla Honshū, la más extensa de las 6.852 que componen el archipiélago por el que nace el Sol cada día, de no ser posible el enfriamiento de los reactores, detener las radiaciones desencadenadas por la fusión, los asiáticos continentales van a volver a situar a la isla de más allá de los 2,4 metros que se acercó a sus costas. Ellos y el comercio exterior, con el nuevo y engorroso reajuste de los gepeese y atlas, esos libros enciclopédicos que, entre el lío de banderas y fronteras de finales del siglo XX y la llegada posterior de Google Maps, ya nadie compra.
Son días en que todos los periodistas del mundo hablan de fisión, radiactividad, residuos y la liberación del cesio como si fuesen expertos en la materia, demostrando así su capacidad de aprendizaje, (ayer eran expertos en tsunamis y choques de placas tectónicas; anteayer en subprimes y burbujas inmobiliarias: cuánta sapiencia), su amplio vocabulario, que actualizan sin caer en tópicos e influye en el habla de las calles: nadie dice hoy maremoto ni aún equivocándose. Son días en los que, si los acontecimientos no se pisasen, merecería un capítulo aparte el estudio del servicio que nos prestan los geofísicos, los sismólogos, que no acertaron más que en lo que sabía cualquier estudiante de primaria frente a su televisor: que a la sacudida seguiría una ola tan difícil de parar como imprevisible. Y es que si el rumor del oleaje forma parte de las vidas de cualquier isleño, en Japón la cultura siempre vivió impregnada de su sal: a las páginas de Yukio Mishima o las estampas tradicionales, con la primera y más famosa de las Treinta y seis vistas del Monte Fuji, de Katsushika Hokusai, me remito. Son días en los que se evaluan las pérdidas materiales y humanas, con la nieve cayendo ajena al dolor y el impacto, en los que nadie recuerda que Japón ya escribió esta página de su historia, algo infantil, algo exagerada, cierto, y que la llamó Godzilla.
Sin animo de ofender, ni frivolidad alguna, explicaré que Godzilla (nombre que nace de la combinación de gorira (gorila) y kujira (ballena): Gojira en el original), era un dinosaurio en congelación que sufría alteraciones por pruebas atómicas y era conducido hasta una isla desierta en donde un submarino lo irradiaba con el fin de matarlo, creando un efecto totalmente contrario: crecía el doble de tamaño, y en la misma medida en fuerza y resistencia. Y aunque una veces defendía al pueblo nipón del ataque invasor, ¡o alienígena!, o se convertía en un luchador contra engendros de similar envergadura, casi siempre sembraba el pánico ante la población indefensa y atónita. Metáfora de las explosiones atómicas sobre Hiroshima y Nahasaki de 1945, la figura de Godzilla saliendo del agua dejaba bien claro su mensaje ecológico y aterrorizaba tanto como divertía en las salas de cine de medio mundo, y pese a caer en algunos de los films de la saga, de vez en cuando regresaba, renacía. Como el pánico nuclear, el holocausto radiactivo, la sombra del hongo con la que hemos vivido, vivimos, un miedo al que nos habíamos acostumbrado, al que no dábamos mayor importancia que al resultado de una partida de billar entre amigos, olvidándonos de esa ciudad fantasma que es Chornobyl'.
Y a menos que nadie haga lo contrario, el pavor ante una lluvia de yodo y muerte, permanecerá -¿latente o coleando?- durante muchos más años: a la velocidad que gira el mundo y por mucho que los temblores que produjeron la gran ola también desplazarán el eje de la Tierra y el día se haya acortado 1,6 millonésimas de segundo -menos mal que el deshielo del Polo Norte compensará el fenómeno-, nadie se muestra capaz de detener el progreso, el desarrollo industrial basado en las energías actuales. Eso es así porque no ponen las cosas en manos de los bancos y sus sicarios: ellos han demostrado que son capaces de detener en seco la vida de millones de ciudadanos con tan sólo escribir una serie de números en unos papeles de bajo gramaje. Qué no harían si les dejasen planificar un futuro verde y ecológico, gestionar los recursos con su innata habilidad, capacidad sólo al nivel de los locutores, de los tertulianos que preconizan el fin de las centrales nucleares, que se aventuran a decir que es el fin de la globalización, que cuando empiecen a escasear los productos que nos llegan de allí, se entenderá mejor que la dispersión de las fábricas es el mayor garante de las comodidades del primer mundo.
Este 2011, con sólo dos meses y medio de vida, está superando con creces las expectativas de quienes decían, decíamos, que el mundo tal y como estaba no iba a ninguna parte, no era posible. Pero hemos de reconocer que los cambios, y las formas en que estos se producen, no son ni parecidos a los soñados: ni vimos venir la ola ni podemos anticipar como soplará el viento. Sólo sabemos que Japón ha dado muestras durante toda su historia de sobreponerse a los mayores desastres. Aunque ahora asoma una bestia que le enseña seis colmillos llenos de ponzoña y rabia.
La gran ola de Kanagawa, Hokusai