La grieta

Por Juancarlos53

Que de vez en cuando la tierra tremase bajo sus pies era algo que a Eleuterio y a Pródiga ya ni les preocupaba. No era infrecuente que la cristalería expuesta en las vitrinas de los muebles del salón, donde apenas si entraban alguna vez y que Pródiga cuidaba con esmero, tintinease. Ellos siempre lo achacaron a la vejez del edificio, construido hacía ya casi ochenta años con la estructura arquitectónica que tanto se estilaba por entonces: viguería de madera con arquitrabes finamente tallados en los dinteles de las ventanas. «La madera es un organismo vivo» era la frase que Eleuterio gustaba de repetir hasta el cansancio cada vez que el tintín alcanzaba sus oídos. Pero una cosa es predicar y otra bien distinta dar trigo, vamos que hablar ex cátedra sobre lo ajeno difiere muy mucho de cuando eso mismo o parecido le sucede a uno. No es que Eleuterio formulase su pensamiento en este u otros parecidos términos, pero era evidente que su cabeza se iba por esos andurriales cuando oía entrechocar los finos vasos, las delicadas copas para el licor e incluso los boles, nunca utilizados por demasiado frágiles para un uso diario.

La preocupación de la pareja fue en aumento según pasaba el tiempo y el fenómeno se repetía cada vez con más frecuencia. Al leve tintinar vino a sumarse, en la capacidad de sorpresa de Lute y señora, una grieta que en el mismo salón un día apareció. Al principio apenas si era visible y cuando repararon en ella, rápidamente la achacaron a la vetustez de la pintura de la pared que, según Pródiga, necesitaba ya una manita. Pero para eso Eleuterio era muy suyo e invertir en la propia casa era algo que siempre rehuía.

—Que no, Pro, que no. Sabes que no me gusta tirar el dinero, y gastarlo en la casa no deja de ser una manera de tirarlo. ¿Qué necesidad hay de derrochar un dineral en embellecerla si nunca viene nadie a vernos?

—Hay que hacerlo, Lute, cariño —respondía Pro, gatuna ella, a esta fingida austeridad, manifestación más que otra cosa de la tremenda tacañería de su marido—. Me da que, de seguir en este plan, un día se nos cae la casa encima. ¿No te das cuenta?

—Que cuenta ni cuento, Pródiga, sabes que no me gusta y punto… —. Y de serie, de nuevo salía por su boca la misma letanía, como si estas conversaciones fuesen para él semejantes a esos viacrucis que tiempo atrás, cuando aún acudía a la iglesia, tenía el hábito de rezar.

Pasados unos meses lo que en principio parecía una mera fisura en el gotelé de la pintura se había convertido en una ranura de casi un centímetro de ancho. Eso ya les preocupó un tanto, pero la tirantez en el diálogo entre ambos sobre el asunto era tal que decidieron hacer como si no le prestasen atención alguna, si bien la procesión iba por dentro. Según crecía la ranura en la pared, al tintineo de la cristalería vinieron a sumarse los crujidos y chasquidos provenientes de los puntales y las riostras del armazón del techo. «¡A ver si resulta que lo de la pared tiene relación con estos ruidos que cada vez se oyen más!» Esto pensaban ambos, aunque ninguno se atreviera a decirlo en voz alta para no ser tildado por el otro de alarmista y fantasioso.

Con el tiempo comenzaron a caer al suelo objetos colgados en los tabiques: primero fue un calendario de explosivos Riotinto que mostraba a la famosa mujer morena pintada por Julio Romero de Torres y que Eleuterio conservaba a pesar de que ya habían pasado cuarenta años desde que se lo dieron. Sirvió para decorar durante un tiempo el taller de ventanas que tenía en la localidad onubense de donde era y que tan bien le iba por esos años. Luego vinieron épocas aciagas y la reconversión industrial se llevó la siderurgia por delante. Con el desfallecimiento de la minería de los carbonatos murieron las industrias nacidas a rebufo de la misma y Ventanas y Fallebas S.L. fue una de ellas. Todo fue acabándose, sí, todo menos la imagen de esa mujer que prendía fuego a un cohete de feria y que, pícara, devolvía la mirada a quienquiera que echara un vistazo al almanaque en el que aparecía.

Otro día fueron los platos de Talavera los que pese a estar bien sujetos en sus fijaciones metálicas no resistieron los temblequeos que cada vez más se sucedían. Primero se quebró el de loza, uno bastante feo cuyo motivo pictórico era el escudo del Real Madrid y que, al igual que Eleuterio, todos los miembros de la Peña madridista del pueblo recibieron de regalo una Navidad por el 25 aniversario de la misma. No le importó a ninguno de los dos. Pero cuando a las pocas semanas con un estrépito de mil demonios se hizo pedazos el talavera que adquirieron en México, a donde hacía bien poco habían viajado para celebrar su jubilación y sus bodas de oro, ¡ay, amigo, eso ya fue otro cantar! Los dos estallaron en lamentos, sollozos; a ambos, especialmente a Eleuterio, la sensación de haber tirado una vez más el dinero los ahogaba: «¡Te das cuenta, Pro, te das cuenta! Mira que yo no quería adquirirlo, pero tú nada, dale que dale. ¿Para qué? Para esto, para verlo hecho añicos. Nunca me haces caso y…»

—Calla, calla, por favor Lute —con lágrimas en los ojos y una febril temblequera Pródiga respondió a su marido—, cállate de una vez, hazme el favor. Lo importante no es el dinero que nos costase el dichoso talavera, sino lo que para nosotros representaba, al menos para mí. Siempre lo tuve por símbolo del amor que nos profesamos o que nos profesábamos porque veo, Lute, que tú, que tú… ¡tú, ya no me quieres! —y ocultando la llorera que se había apoderado de ella salió corriendo del salón sorteando los cortantes trozos del plato.

También las fotografías familiares fueron cayendo sucesivamente cada vez que los movimientos se repetían con mayor frecuencia y virulencia. Primero fueron las de la comunión de Alberto, el hijo al que un desaprensivo segó la vida con apenas veinte años; tras él, a los pocos días, el fino marco de madera que albergaba la imagen de Cristinita, la niña de sus ojos, vestidita de primera comunión como si fuera una novia, se hizo añicos al chocar contra las baldosas del suelo. Milagrosamente la fotografía de boda tamaño Din-A4 de Eleuterio y Pródiga quedó bamboleante, sujeta por una alcayata de las dos que durante 50 años la sostuvieron. El movimiento pendular a un lado y otro de la imagen de Lute y Pro cada vez que las vibraciones se producían parecía anunciar el ineludible momento último contenido en el hasta-que-la-muerte-nos-separe que, tan alegres, ambos un día lejano se prometieron ante el altar.

La pareja estaba tan habituada a este temblequeo, casi perpetuo, que ya ni reparaban en él. No se percataron de que en una fotografía de tamaño medio, de esas que las familias solían hacerse con los abuelos en el centro rodeados de hijos, yernos, nueras y nietos, estaba sucediendo un fenómeno cuando menos incomprensible. Un día Eleuterio se dio cuenta de que de la misma habían desaparecido los abuelos y ese tío médico al que jugando al Remy le dio un jamacuco y marchó de este mundo sin dar el coñazo a nadie (¡Un señor!). Lute no quiso decir nada para no asustar a Pródiga; es más, lo que hizo, dados los cambios telúricos acaecidos en la casa, fue voltearla, ponerla de cara a la pared. De vez en cuando se acercaba a ella y le echaba un vistazo: observó que la imagen de la madre estaba bastante difuminada, casi invisible ya; y que la de un hermano que estaba muy malito era ya algo evanescente, aunque aún se le reconocía adecuadamente.

Cuando se produjo el esperado y temido por ambos big bang final, tuvo lugar el descubrimiento. Todo sucedió en forma de un tremendo chasquido seguido de fuertes vibraciones que duraron poco, aunque parecieron eternas. Fue entonces, cuando la fotografía hasta ese momento escondida se vino al suelo y Pro fue a recogerla, que se pudo apreciar: apenas si quedaban visibles en la imagen tres personas de las dieciséis primitivas. Pródiga y Eleuterio se fijaron más y percibieron que la de ella niña estaba como desvaída, clareando, desvaneciéndose sobre el papel. ¿Habría que tomarlo como una advertencia, como el aviso de un oráculo al que voz en alto nada habían preguntado, aunque cada uno de ellos sí lo hubiera hecho en silencio?

Eleuterio frenó su primer impulso de ir a la otra habitación donde, semejante a ésta de Pródiga, una fotografía familiar de los suyos llevaba prendida a la pared desde hacía muchos años. No se atrevió, tuvo un pálpito. ¿Y si en la misma se hubiera producido el mismo fenómeno que en la de Pródiga? ¿Y si él también estuviera casi borrado? La racionalidad se impuso en ambos. No había que hacer caso alguno a este tipo de imaginaciones, de fantasías. No había que preocuparse. No había que creer en malas ni en buenas vibraciones.

La pierna escayolada, elevada y sostenida por una especie de pequeña grúa, no impedía a Pródiga meditar, en la habitación de hospital donde se encontraba, sobre la impresionante cabezonería de Eleuterio empeñado siempre en no hacer arreglos en la casa. Estaba muy pesarosa, muy contrariada por ello, llorosa, muy triste. Y eso que, se decía para sí misma, yo al menos he podido contarlo.