«Los adultos no lloran. Pero un nudo te atenaza la garganta, te estrangula. Es eso lo que empuja a los de tierra firme a escribir libros y a los marinos a tallar o a introducir barcos en botellas y a tatuarse el cuerpo. Cuando los libros son bonitos, los barcos están bien hechos, y los tatuajes, bien dibujados, entonces...»
En El fantasma y la señora Muir, de R. A.. Dick, una de mis lecturas más recientes aunque no haya asomado por aquí (no porque no me haya gustado), la señora Muir escribe un libro al dictado del fantasma del título. El capitán Daniel Gregg se resiste a abandonar el mundo terrenal y, aunque su motivación inicial para poner su vida negro sobre blanco es otra, no puede evitar acariciar la idea de inundar el mundo corpóreo con sus aventuras de marino. «Todas esas personas tan finas», llega a lamentarse con la señora Muir, «que se pasan la vida sentadas en sus casas sobre sus elegantes traseros, disfrutando de todos los lujos que les traen los marineros, despreciando a los pobres diablos si se les ocurre tomar una sola gota de ron y que incluso miran por encima del hombro a quienes se esfuerzan y les hacen algún bien…»
Al libro de autoría fantasmal en cuestión no tengo acceso; tampoco es ese el leitmotiv de la novela en la que se acontece su creación. Tan solo sé que tras su publicación es un éxito y escándalo a partes iguales (probablemente la parte de éxito sea deudora de la parte de escándalo). Dudo mucho que fuera un libro bonito, por mucho que se escribiera en tierra firme. Tampoco es bonito este otro libro que sí traigo al blog y del que vengo a hablaros hoy. Bonito es un adjetivo para calificar un tipo de belleza agradable, y agradable es la lectura de El fantasma y la señora Muir, no así la lectura de La guardia. Sin embargo, La guardia se me antoja un libro mucho más bello que El fantasma y la señora Muir. Es la suya una belleza más salvaje, abrupta, soez. Es la suya una belleza fétida. Es la suya la belleza de la desnudez, del raspar los tatuajes, del desatar eso que atenaza y estrangula la garganta y no permite llorar. El mar de La guardia (la mar, diré, cual si fuera yo también marinero) la forman las lágrimas no lloradas de esos hombres rudos y malhablados, de esos que, como alguien dirá de ellos hacia el final de esta novela, arrastran los barcos en el mar con su alma.
«Los demás también tienen miedo, pero no lo confiesan. Lo he leído en sus ojos. Si esperas que te hablen los marineros, que te abran su corazón, vas apañado... La verdad trae mala suerte. Nos la decimos de vez en cuando para nuestros adentros, cuando estamos solos, y aun así nos asusta».
Nikos Kavadías (1910-1975) fue marino y poeta. La guardia fue la única novela que escribió. Aunque no fue un autor muy prolífico, su obra poética sigue siendo muy popular en Grecia y parece que especialmente entre sus colegas de profesión. Jan Arimany, el editor de esta novela, quien tras varios años tras el blog Trotalibros ha echado a andar una editorial del mismo nombre para, según sus propias palabras, recuperar obras fundamentales de la literatura universal injustamente olvidadas, y que inaugura precisamente con este título de La guardia, nos cuenta al respecto que Kavadías «fue el poeta que desnudó sutilmente la rudeza de estos apátridas solitarios, mostrando su cara más melancólica y desamparada. Porque lo supo hacer, sus lectores más fieles fueron ellos; aún hoy los marineros griegos se tatúan sus poemas en la piel, en lugar de la tradicional áncora».
Puede sorprender ese gusto por la poesía en unos hombres que, por la profesión que ejercen, más de uno tildaría de incultos. Sin embargo, para sentir e interiorizar unos versos solo hace falta sensibilidad. Para admirar en general el arte solo hace falta sensibilidad, por eso tampoco debería causar sorpresa lo ligada que está esta novela a la pintura. Así, el que podría considerarse protagonista de la misma, Nicolas, que no solo comparte similitud de nombre con el poeta griego sino también profesión de radiotelegrafista, bien podría ser «aquel que desde niño había sentido la humedad en sus finos dedos, la niebla en sus narices palpitantes. La caja de las pinturas colgaba de su cintura, el caballete bajo el brazo. Había comenzado desde muy temprano a pintar la bruma del estanque, que amaba más que a las playas de su patria, y estaba cansado».
El cansancio de Nicolas, entre otras cosas (el cansancio de los marinos, entre otras cosas), es lo que se relata en esta novela. «No quieres ni a tu propio cuerpo», se dice. «Cuando dices «yo», se te llena la boca. Navegas porque te asusta la tierra firme. Vas de putas porque eres un cobarde. Has superado la náusea por necesidad. Estás lleno de tatuajes. No son más que máscaras. No te los has hecho por fidelidad a la tradición marinera. Todos se tatúan cuando están borrachos y después se arrepienten. Tú fuiste sobrio. Te lo hiciste para poderlo mostrar. Apariencia. Estás dispuesto a hacer el tonto en cualquier momento para hacer reír a la gente. Eres más payaso que...»
La novela comienza cuando un casi adolescente Diamandís le va a consultar a Yerásimos, el primer oficial del Pytheas, nave sobre la cual surcamos la travesía de esta novela, un asuntillo. Este hace llamar en seguida al radiotelegrafista para que le eche un vistazo a las partes nobles del muchacho. Ambos marinos experimentados maquillan sus sospechas acerca de una enfermedad venérea para no preocupar a Diamandís con la intención de llevarle a un médico en cuanto atraquen en el primer puerto.
Yerásimos y Nicolas se conocen desde hace muchos años pero hace unos cuantos desde la última vez que coincidieron. Retoman su relación guardia tras guardia en el Pytheas y son, precisamente, sus conversaciones a lo largo de esas guardias lo que compone la primera parte de esta novela. La segunda está constituida por la sexta de esas guardias, en la cual asistimos a los delirios del radiotelegrafista ocasionados por una tremenda borrachera. Es esta parte la más confusa pero también aquella en la que tenemos acceso a las confesiones más íntimas de Nicolas. En la tercera y última parte el Pytheas y sus marineros se acercan a tierra y llega el desembarco en ese puerto prometido a Diamandís. Esta es, quizá, la parte más coral de la novela y también la que ofrece cierta resolución a la escasa trama de la misma.
Un marinero no se entiende sin barco y sin mar pero tampoco se entiende sin puerto. «El puerto de mi país... El peor del mundo». «El marino en tierra es una basura. Se convierte en basura al día siguiente, en cuanto se aleja una milla del mar. Te pasas meses sentado en un banco de un jardín público desgastando el pantalón. Cortas el cigarrillo en dos. Suprimes la taza de café. Te queda el comboloi. Se te rompe y pierdes la mitad de las bolas. Para estar sin trabajo, mejor en el extranjero. Que no te vean los amigos y muevan compasivamente la cabeza. Que no se cansen de ti los tuyos». «Cuando veáis en algún pueblo a un hombre con la espalda apoyada en una pared, fumando o jugando con su comboloi, es un marinero jubilado. Ha encallado, como suele decirse».
Luego están los otros puertos, los de los países que no son el de uno. En ellos no se encalla. Son puertos de tránsito. Por ellos uno pasa al igual que ellos pasan por uno. Mil puertos distintos y mil puertos iguales. Como el mal del que adolece Diamandís y tantos otros marineros, al que se le llama francés o se le otorga otra nacionalidad según el país desde el que se nombre, todos los puertos del mundo, independientemente de su nacionalidad, terminan por ser el mismo puerto y todos los marinos del mundo terminan por huir del puerto al mar porque «lo que yo temo es la tierra firme. El fondo del mar está limpio. Y si te atrapa un pez, es algo que conoces, que tú también te comes cuando estás vivo. Ya me entiendes...»
Oficial radiotelegrafista. Fotografía bajo licencia CC BY-SA 4.0 de Arne F. Køpke. Fuente: National Archives of Norway
Y en cada puerto, ya se sabe, una mujer.
«Mujeres. Callejuelas de San Lorenzo, Génova, rue Bouterie..., que ahora solo vives en el lápiz de Dignimont y en mi memoria. Angostos callejones de la China, cuyas puertas huelen a ajo y opio... Bombay... Jaulas de hierro repletas de negras que huelen a toro. Argelia... Escaleras de la Casba... Esperas el disparo. Río... Dondequiera que sea. Basta con que haya una luz roja en el cruce. Espérame allí como entonces, pintada con espátula. James Ensor. Obstaculiza mi camino. Si quisiera descorrer -pero no quiero- la cortina de tu rostro, no encontraría nada detrás. Lo sé. Tu viens, chéri? ¿Un cigarrillo? Toma. Dale a la lengua todo lo que quieras. No me iré contigo. No quiero subir la escalera de caracol. Sé cuál es el peldaño que falta en todas las escaleras. Sé qué pared está a punto de derrumbarse. Conozco la cama con la pata rota, la toalla mojada colgada del clavo, la palangana rebosante de permanganato, que me recuerda el rojo de Tiziano, el cuadro inclinado en la pared: La valiente Timoclea ante el macedonio. También sé que te quitarás los zapatos empujando uno con el otro, sin agacharte. Y, al final, mientras miro el viejo papel pintado, sosteniendo la gaceta en la mano, oiré el ruido del bidé entre tus muslos. No. No subiré. Me iría contigo si tuvieras lo que llevo años buscando... Juntos o de lado. Quédate delante de la puerta. Te pago por quedarte inmóvil, muda, sin respirar. Espantajo al que adoro. ¡No!... Solamente retírate un poco, una pizca, para dejar pasar a este ovillo humano que anda con las manos, esas manos que recuerdan los pies de la Karsavina. ¿Qué dices? ¿Tienes miedo de Riccardo? ¿Tienes hambre? Mientes. Los símbolos no tienen miedo. Se les teme... No sienten hambre. Apestas a pescado. Igual que huelen los muertos. Lo recuerdo. En casa de Calmás... ¿Que te lleve conmigo? ¿Qué me estás pidiendo? Si sabes que siempre te llevo conmigo. Por la mañana, al mediodía, en mis sueños, durante la guardia, en el relevo. Tú eres mi dote. Tú y toda esta calle, y todas las calles, y el mercado de pescado y esta masa humana que tiene un trasero por cabeza y esta tenebrosa catedral donde no se oficia ya...»
«Por lo que dices, veo que quieres mucho a las mujeres, más de lo necesario. Quizá te hayan hecho alguna jugarreta, por eso estás amargado y hablas así, pero ya se te pasará», le espeta con cierta ironía Yerásimos a Nicolas en una de esas guardias que comparten. Leo esto y sonrío acordándome de Pavese, mi misógino favorito. Y es que el radiotelegrafista no ahorra epítetos en sus discursos para referirse a las mujeres, sin embargo... «un olor cálido me acarició. Cuerpo de mujer... Te quita el miedo, te calma, te da protección. A su lado y sobre él te olvidas de que un día morirás».
La guardia también es, pues, un canto a las mujeres. Prostitutas, especialmente, con sus nombres propios. Esposas más o menos fieles, que esperan o que no esperan. Madres.
«Cuando se preparan para una difícil maniobra, he oído a los marineros decir por lo bajo frotándose las manos: «Y ahora vuelve a desgarrarte, María». El nombre cambia de una boca a otra. Se convierte en Eleni, Teodora, Esperanza. Es el nombre de su madre. En aquel momento sufren los dos: la madre y el hijo. La madre sufre más. El doble. Aunque esté lejos. Es un segundo parto, unido por un hilo a la muerte».
Y es que las madres son las únicas que no dejan de penar por los marinos. «La única que no se cansa de llorar es la madre, hasta que cierra los ojos». Sus lágrimas se infiltran en la tierra en la que nació al hijo que se hizo a la mar. Empapan las paredes que vieron crecer a ese niño que nació de sus entrañas hasta convertirse en hombre (mentira, en hombre lo convirtió el mar). Resbalan por sus mejillas y recorren las mismas calles por las que de chicos corretearon sus chiquillos hasta alcanzar la orilla de la costa. Y, ahí, casi casi toca, casi un fugaz beso, pero no. La mar es rápida y se bate en retirada. Es sabia y sabe que ni la arena más húmeda de la playa es capaz de comprenderla en su totalidad. Es fiel, también, a sus hombres. La resaca es aliada del instinto de huida del marino. Y, así, la mar pronto se achica y parece de repente respirarse un aire puro. El cielo, encapotado hasta entonces en solidaridad con la madre, se despeja y brilla el sol. Sin embargo, si se inhala bien, si se respira profundo, aún puede detectarse una nota de algo rancio en el ambiente. No es un olor agradable pero tiene algo que impele a aspirarlo una y otra vez, como cuando hurgamos en una herida con vergonzoso deleite. Es algo así como una mezcla de sudor, semen y lágrimas.
«Todas las cloacas del mundo desembocan en el mar. Los sumideros, todos los jadeos de la noche. Igual que las cloacas».
Estatua de Nikos Kavvadias en Argastoli, Cefalonia. Fotografía de Saintfevrier bajo licencia CC BY-SA 3.0
Ficha del libro:Título: La guardiaAutor: Nikos KavadíasTraductora: Natividad Gálvez GarcíaEditorial: TrotalibrosAño de publicación: 2021Nº de páginas: 264ISBN: 978-99920-76-02-6
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