“He visto una celda llena de yonquis enfermos, silenciosos e inmóviles, en aislada miseria. Ellos conocían la inutilidad de quejarse o moverse. Ellos sabían que básicamente nadie puede ayudar a otro. No existe clave, no hay secreto que el otro tenga y que pueda comunicar. He aprendido la ecuación de la droga. La droga no es, como el alcohol o la yerba, un medio para incrementar el disfrute de la vida. La droga no es un estimulante. Es un modo de vivir”.
Con estas palabras, el célebre escritor William Burroughs recoge en su primera novela, Yonqui, publicada en 1953, sus experiencias personales con la droga en los Estados Unidos de primera mitad del siglo XX. El mundo de las adicciones ha sido un tema recurrente para los novelistas estadounidenses durante años, como los viajes de Raoul Duke y su abogado en Miedo y asco en Las Vegas, de Hunter S. Thompson, o la cruda realidad de los personajes de Hubert Selby Jr. en Réquiem por un sueño
Pero, lejos de recluirse en el mundo literario, la droga ha trascendido los límites de la ficción para introducirse en un área de gran relevancia para los ciudadanos del país: la política. Ya desde principios de los años 70, cuando el presidente Nixon lanzó una ofensiva estatal contra la drogadicción conocida popularmente como Guerra contra las Drogas, esta lacra se convirtió en el “enemigo público número uno” del país casi dos décadas después de la obra del escritor beat. Desde entonces, los sucesivos Gobiernos han llevado a cabo diversas medidas para erradicar este problema, que, desgraciadamente, sigue vigente en la actualidad.
Para ampliar: “El tráfico de drogas en el mundo y el incremento de la heroína en EE. UU.”, podcast Julia en la Onda de Onda Cero, 2018
A pesar de la disparidad de iniciativas, todas ellas poseen un factor común, que hunde sus raíces en la desigualdad étnica del país. El consumo de drogas entre estadounidenses blancos y negros es similar, pero la ratio de encarcelamiento de los afroestadounidenses es casi seis veces la de los caucásicos. Para comprender esta divergencia es necesario entender las múltiples medidas desde los años 70 que han llevado a que esta “guerra” se cobre sus víctimas en función del color de la piel.
Estados Unidos contra la droga
La droga ha estado presente en Estados Unidos desde su fundación; el opio, por ejemplo, solía utilizarse en tratamientos médicos —el presidente Thomas Jefferson utilizaba con asiduidad el láudano para calmar sus intestinos—. La primera gran medida para combatir la drogadicción tuvo lugar a principios del siglo XX con la adopción a nivel federal de la Ley Harrison de Impuestos sobre Narcóticos, que restringía enormemente el consumo de opiáceos.
Además de las diferentes iniciativas legislativas a nivel nacional —Ley de Impuestos de la Marihuana de 1939— y regional —tradicional lucha en California contra la marihuana—, la medida más relevante para combatir esta lacra proviene del presidente Richard Nixon. El vilipendiado jefe de Estado republicano tuvo un gran peso en la adopción de la Ley de Sustancias Controladas, efectiva en el año 1971. La ley combinó diferentes leyes federales en un único código que dividió las diferentes drogas —en inglés, drug hace referencia tanto a medicamentos como a sustancias psicoactivas— en función de su utilidad médica y su potencial abuso. Dicha ley recoge desde productos como el Valium —en la categoría IV, de las menos adictivas— hasta la heroína y el LSD —categoría I, sin utilidad médica y altamente adictivos—.
Para ampliar: “The War on Drugs: How President Nixon Tied Addiction to Crime”, Emily Dufton en The Atlantic, 2012
Esta cruzada personal del presidente Nixon contra la drogadicción se vio reforzada en 1973 con la creación de la Administración para el Control de Drogas —DEA, por sus siglas en inglés—. Su gran importancia en la lucha contra el narcotráfico no solo se restringe a las fronteras nacionales —con 227 oficinas nacionales—, sino que su influencia se extiende por todo el mundo. La elevada cantidad de oficinas exteriores de la DEA demuestra la primacía del narcotráfico en la agenda política estadounidense, lo que ha tenido efectos positivos a escala mundial. Un ejemplo fue la llamada Operación Pez Espada a principios de la década de los 90, que conllevó el arresto y extradición de numerosos narcotraficantes colombianos. La colaboración de la DEA fue también imprescindible para la caída de relevantes narcotraficantes gallegos a finales del siglo pasado, lo que supuso un duro golpe para el tránsito de drogas vía España.
La presidencia de Ronald Reagan estuvo marcada por el continuismo respecto a la política antidrogas iniciada por Nixon y su desproporcionada campaña hizo que en 1989 un 64% de la población considerase el abuso de sustancias el principal problema del país cuando tres años antes solo el 2% opinaba lo mismo. Como contrapeso a las políticas punitivas del presidente —que hicieron aumentar exponencialmente el número de encarcelados por delitos relacionados con la droga—, la primera dama utilizó su relevancia social para maquillar las iniciativas de su marido con una campaña de concienciación social sobre los peligros de las drogas —popularmente conocida como “Just say no”, ‘Simplemente di no’— que urgía a los jóvenes a rechazar consumir sustancias ilegales. La campaña de concienciación —una tradición entre las primeras damas estadounidenses— fue criticada por su simplismo y la invisibilización de factores sociales relacionados con la drogadicción, como la pobreza, por lo que se considera un fracaso en la concienciación nacional.
Para ampliar: “Nancy Reagan and the negative impact of the ‘Just Say No’ anti-drug campaign”, Michael McGrath en The Guardian, 2016
No obstante la feroz batalla del presidente Reagan en territorio estadounidense, en el plano exterior su lucha contra el narcotráfico se encontraba supeditada a los mandatos geopolíticos de la Guerra Fría. De hecho, su Administración apoyó a las anticomunistas contras —que se oponían a la Revolución sandinista de Nicaragua, de corte izquierdista—, así como al dictador panameño Manuel Noriega, a pesar de las numerosas pruebas que vinculaban a los grupos contrarrevolucionarios y al general con el tráfico de cocaína en Estados Unidos. John Kerry, posteriormente secretario de Estado con Obama, fue el primer senador en denunciar estos lazos y acusó directamente al presidente, que equiparaba a las contras con los Padres Fundadores de Estados Unidos. Pero Reagan obvió todas las pruebas y siguió dándoles apoyo, en uno de los mayores escándalos geopolíticos de la política exterior estadounidense.
Para ampliar: “How John Kerry exposed the Contra-cocaine scandal”, Robert Parry en Salon, 2005
El último presidente estadounidense del pasado milenio, Bill Clinton, centró su primera campaña presidencial en revocar el tratamiento punitivo de sus predecesores republicanos respecto a la drogadicción. Sin embargo, sus promesas cayeron en saco roto y, tras su entrada en la Casa Blanca, adoptó medidas controvertidas, como la Ley de Control de Delitos Violentos y Orden Público en 1994, que, según sus críticos, tuvo un gran impacto negativo en las comunidades afroestadounidenses.
Siglo XXI: ¿el fin de la “guerra contra las drogas”?
“Si bien su nombre es Bush y su ADN es Bush, su corazón le pertenece a Ronald Reagan”. Así definía Ken Duberstein, jefe de personal de Reagan en la Casa Blanca, al segundo Bush en ocupar la presidencia del país. La influencia reaganiana en la Administración de Bush hijo se puede encontrar en su política contra la droga, centrada en el castigo en vez de en la rehabilitación y reinserción. Como consecuencia de sus medidas punitivas, en 2001, tras su toma de posesión, se sucedieron 40.000 redadas a domicilio de los equipos SWAT —Armas Especiales y Tácticas, por sus siglas en inglés—, en su mayoría por delitos relacionados con la droga. Pese a los aproximadamente 35 millardos de dólares anuales invertidos por la Administración Bush en la “guerra”, las encuestas de la época afirmaban que las drogas estaban “más disponibles que nunca”.
Barack Obama, con una campaña centrada en las minorías y un discurso progresista, puso fin a las medidas punitivas asociadas a la Guerra contra las Drogas. Uno de los actos legislativos más relevantes firmados durante su presidencia fue la Ley de Sentencias Justas. El documento no solo eliminaba la disparidad punitiva entre cocaína en polvo y sólida —crack—, sino que también eliminaba la sanción mínima obligatoria de cinco años por posesión de crack. Sin embargo, más allá de las provisiones legales, la ley tiene un profundo carácter social debido al componente étnico de dicha disparidad: los afroestadounidenses suelen ser arrestados por crack —droga asociada, como la heroína, a los barrios pobres de las grandes ciudades estadounidenses—, mientras que los ciudadanos caucásicos lo son por cocaína en polvo.
Obama se convertía así en el primer presidente en abordar las causas que encadenaban a las verdaderas víctimas de esta “guerra”: los afroestadounidenses. Como declararía John Ehrlichman, asesor de Nixon en política nacional:
“Sabíamos que no podíamos ilegalizar estar en contra de la guerra o ser negro, pero al hacer que la gente asociase a los hippies con la marihuana y a los negros con la heroína y luego criminalizar ambas duramente, podíamos fracturar esas comunidades”.
A pesar de estas declaraciones y del marcado carácter racista del presidente Nixon, afirmar que la Ley de Sustancias Controladas era una medida específicamente diseñada para atacar a las comunidades afroestadounidenses sería una sobresimplificación de la realidad. Sin embargo, la cruzada de Nixon contra las drogas sentó las bases de una política punitiva —ampliada por sus sucesores— que afectó en mayor medida a esta población y contribuyó al desarrollo de una de las peores lacras del país: la encarcelación masiva. Este concepto, definido por el sociólogo David Garland, hace referencia a la reclusión de un conjunto específico de una población con características comunes —en este caso, étnicas—, con lo que el confinamiento deja de ser individual para convertirse en un encarcelamiento sistemático de grupos enteros
Debido al aumento exponencial de reclusos desde los años 70, Estados Unidos es el país del mundo con mayor número de presos por población, muy por delante de países del resto de los continentes. La ratio de prisioneros por cada 100.000 habitantes en Estados Unidos es de 655 —sin contar los territorios no incorporados—, seguido por El Salvador —610—, Turkmenistán —552—, Tailandia —520— y Cuba —510—; en el otro extremo de la clasificación, con una ratio inferior a 20, se encuentran Guinea Bisáu, las islas Feroe y República Centroafricana. Este aumento de presos afecta de forma desigual a la población en función de su etnia y los afroestadounidenses son los peor parados de la encarcelación masiva.
Para ampliar: “La seguridad hecha beneficio: las cárceles privadas en Estados Unidos”, Fernando Arancón en El Orden Mundial, 2016
El fenómeno de la encarcelación masiva y la Guerra contra las Drogas se encuentran hondamente vinculados, ya que los delitos relacionados con la droga son la principal causa de encarcelamiento en Estados Unidos: entre 1993 y 2009 se apresó a más estadounidenses por delitos de drogas que violentos. Las sucesivas leyes antidrogas, cada vez más sancionadoras, han tenido, por ello, un importante impacto en el aumento de los encarcelamientos, lo que afecta de forma diferente a la población en función del color de su piel. La presidencia de Obama fue pionera en implantar una visión diferente en la gestión del problema: el enfoque sanitario busca reemplazar al coercitivo; la rehabilitación sustituye a la represión. La vocación de Obama de abordar los problemas relacionados con drogas —incluidos el alcohol y el tabaco— como temas de salud pública es la forma más inteligente de lidiar con ello y demuestra un cambio de perspectiva respecto al “enemigo público número uno” de Nixon.
Para ampliar: “The Drug War, Mass Incarceration and Race”, Alianza para la Política de Drogas, 2018
Aunque la retórica de Obama no ha conseguido cambios legislativos profundos respecto a la política antidrogas, ha sentado las bases federales para tratar el abuso de sustancias desde la salud pública y poner fin —al menos, retóricamente— a la llamada Guerra contra las Drogas El nuevo presidente Trump, al contrario que su predecesor, aboga por más castigos y menos prescripciones, en lo que parece una nueva batalla en esta interminable guerra. Con medidas como defender la “pena de muerte contra los que trafiquen con droga” para así frenar la crisis de los opioides que azota el país, el magnate muestra un repliegue punitivo a los peores años de las políticas antidrogas, que no hicieron sino aumentar la discriminación en el país, así como el número de ciudadanos entre rejas.
Sin un claro enfoque basado en la rehabilitación, las políticas antidrogas solo perpetúan las desigualdades étnicas, que contribuyen a encerrar en prisiones federales a miles de afroestadounidenses, con lo cual destruyen familias y mantienen la espiral de pobreza a la que se ven sometidas comunidades enteras. En palabras de Alice Goffman, quien relató en On The Run: Fugitive Life in an American City el impacto de esta “guerra” en un barrio pobre afroestadounidense: “La gran paradoja de un enfoque altamente punitivo en el control de los delitos es que termina criminalizando tanto la vida cotidiana que promueve la ilegalidad generalizada mientras la gente trabaja para eludirla”.
La “guerra contra las drogas” en Estados Unidos fue publicado en El Orden Mundial - EOM.