Los intereses de Wells son muy distintos. La invasión marciana no es más que una justificación para entregar una novela terrorífica, en la que el hombre, considerado hasta ese momento el rey de la creación, no es más que un animal inferior y asustado, abrumado por la tecnología de los marcianos:
"En ese momento experimenté una emoción que está más allá del alcance de los hombres, pero que las pobres bestias a las que dominamos conocen muy bien. Me sentí como podría sentirse el conejo al volver a su cueva y verse de pronto ante una docena de peones que cavan allí los cimientos para una casa. Tuve el primer atisbo de algo que poco después se tornó bien claro a mi mente, que me oprimió durante muchos días: me sentí destronado, comprendí que no era ya uno de los amos, sino un animal más entre los animales sojuzgados por los marcianos. Nosotros tendríamos que hacer lo mismo que aquéllos: vivir en constante peligro, vigilar, correr y ocultarnos; el imperio del hombre acababa de fenecer."
La invasión es interpretada por el protagonista como parte de la ley de la evolución de Darwin, cuyos principios pueden tener validez en distintas partes del Universo: la vida como lucha incesante entre distintas especies, de la que solo sobreviven las más aptas. El sorprendente giro final no es más que una ratificación de este argumento. Y es que el hombre, para llegar al señorío presente sobre la Tierra, ha debido destruir y someter a muchos rivales. Y si afinamos más, podemos decir que el hombre occidental (al menos así era en la época de Wells) había conseguido su supremacía exterminando a otros pueblos o subyugando a sus habitantes, tal y como hacía el Imperio Británico, que ejercía su primacía a nivel mundial a finales del siglo XIX.
Así pues, el anónimo protagonista es un testigo de los horrores que desatan en plena Inglaterra estos seres capaces de aplastarnos como un niño haría con un hormiguero. La técnica narrativa que utiliza Wells, en primera persona, desemboca en un estilo casi periodístico, en una fantasía muy veraz que engañó a muchísima gente cuando fue reproducida en un famoso programa de radio que dirigió en 1939 un joven Orson Welles. La Guerra de los mundos apela a los miedos atávicos del ser humano, al temor constante e inconsciente a perder sus posición en el mundo, tan duramente conquistada durante milenios. Que todo esto pueda quedar pulverizado en pocas horas, ya sea por una invasión marciana, por una devastadora guerra nuclear, por un ataque terrorista o por un meteorito, es una posibilidad remota, pero siempre presente.
La versión cinematográfica de Steven Spielberg es una adaptación a nuestros días del clásico de Wells, que se mantiene muy fiel al espíritu de la novela, sobre todo porque el punto de vista elegido es el mismo: el de un ciudadano de a pie que asiste impotente a un verdadero apocalipsis, mientras intenta salvarse él mismo y a sus hijos. A pesar de no tratarse de una de las grandes obras de su director, sobre todo porque a ratos parece concebida como un vehículo de lucimiento para Tom Cruise, existen algunos elementos de la película que resultan muy estimables: el terror que produce el diseño de los trípodes de los invasores, acompañados de un sonido de sirenas, cuando van a atacar, verdaderamente escalofriante y la breve intervención de Tim Robbins, como un iluminado que apela a la lógica, muy humana, de morir matando. Merece la pena visionarla inmediatamente después de terminar la novela: ha pasado más de un siglo, pero los terrores siguen siendo parecidos. También recomiendo acercarse a la visión de La liga de los hombres extraordinarios, el excelente cómic de Alan Moore, que dedica su segundo arco argumental a homenajear la invasión marciana concebida por Wells.