La guerra de los torpes

Publicado el 01 diciembre 2012 por Monpalentina @FFroi


Premio Nacional de Novela Corta
La Tribuna de Castilla (Valladolid), 1999

Froilán de Lózar


Dedico esta novela, a todos los que me habéis acompañando a lo largo de estos años, sin desfallecer, soportando entradas menos curiosas, soportando entradas alejadas de vuestros propios gustos, compartiendo las buenas...
Soy autor de minorías, huyo del mercadeo editorial, aborrezco a la sgae y ahora se me antoja compartir en este rincón durante este mes de Diciembre, esta novela corta, premiada por un semanario castellano, ya desaparecido.
No todos podemos ser héroes; alguien tiene que quedarse al lado aclamándolos al pasar.                 Will Rogers
I La guerra estalló en casa. Fue todo un desconcierto repentino. Aquél despertar misántropo vino a llenarme de requiebros, de soluciones míseras, de desatinos. Enseguida mamá, holgada ya de partos, me asignó un taburete desde el que pudiera llegar a la masera. Descalza, tiñosa, siempre temprano caminando hacia el puerto. Expuesta, cuando a los rayos del sol, cuando a las tempestades, sin cerillas ni paraguas que menguaran aquellos dolores tan intensos. Confundirnos aquella oscuridad del monte, aquél relampagueo del cielo y deprisa echar el cuerpo a tierra, abrir la fardela y aplacar nuestro hambre con aquél huevo cocido, único manjar que madre nos echara. Luego, dar vista a “Matalloso” y, chupados, con el agua escurriendo a nuestros pies y tiritando el alma, acamastronarnos en aquella talega que teníamos por casa. Madre, sin mostrar delicadeza ni regocijo alguno, nos desperezaba a trompicones, nos sacaba a la puerta y después de mostrarnos el sol alto en la sierra, nos apremiaba a tomar de nuevo la fardela, advirtiéndonos bien para que no confundiésemos aquellos ruidos con truenos ni aquellas sombras del cielo con tormentas. Madre siempre tan parca en todo. Condenándonos al hondón, a las sobras; despabilando nuestras debilidades con estos menesteres, propios de quintañones, de experimentados zagales. Y aún dice que es galbana cuando tan elocuente es nuestra pudicia. Siempre sin rechistar, sin levantar los ojos de aquel cimborrio que nos tapara. Con razón los hijos de la Petra nos distinguían por artófagos, como si el cierzo nos trajera la hogaza bajo el brazo. Una tarde, al volver de los montes, madre nos reunió para informarnos de todos sus proyectos. —Tú, Manoli, te vas a Pesaguero. Ya sabes un poco de guisos y un poco de ganados y en casa estamos precisados de moneda. Sois muchos a engullir y ya lo sabes, aquí no hay más potaje que sopas de pan negro. "Otra guerra que viene, Manolita" —me dije, absorbiendo las lágrimas que surcaban mis mejillas tan tiernas. Todos eran pequeños para salir a defenderme y, el postillón, aquél que me hacía risas cuando llegaba el alba, se había muerto. Los días siguientes estuvieron llenos de preparativos y consejas. ¡Cuánta lágrima a escondida, a la luz de un velón y acuciándome el hambre!. Pávida de los ojos de padre, siempre anuente con las disposiciones de madre. Ella era el timón de él, más débil y fiduciario. Lo cierto es que todos íbamos a la buena de Dios, a la buena que nos mandaran, no atreviéndonos a levantar los ojos ni a rehusar con protestas. ¿Vaquera?, pues vaquera;  ¿a fregar?, pues me faltaba tiempo para dejar lo que estuviera haciendo y adecentar el vasar,  ¿A la hierba?, y sin reparo, pinchar aquellas gavillas tan inmensas y arriba, arriba, hasta que dolían las caderas, las espaldas, los brazos de adelantar esfuerzos. La calceta era trabajo reservado a mis hermanas que ya de último venían con flecos y dispuestas a ocupar mi sitio en la cocina. Ya quedaba poco tiempo para irme a servir. Tan largos me parecían los días cuando esperaba alguna cosa, que parecían eternos, como si no tuvieran noches, como si fueran mandados a propósito para aumentar todo lo más posible mis angustias o trocar mis silencios en gritos. Por un lado se hacían largas las horas, ya que aquellas proezas que madre nos pedía resultaban casi inalcanzables; por otra parte se me hacían cortas, porque sentía tener que dejar aquellos vientos que tan solícitos curtieran pieles y dolores. ¡A servir!, ¡pues a servir me iba y que Dios me amparara.! II Pasaron quince lunas y al amanecer de un día nublado, padre unció el bayo cojo, le colocó bien prietos los arreos y haciéndole tirar de un carricoche ahumado llegó hasta las portilleras de nuestra vieja casa. Recuerdo que nuestro hermano salió de ella de un modo similar. Todos esperaban a la puerta vestidos con sus mejores prendas, como si se tratase de celebrar alguna ceremonia importante. —Procura comportarte bien –me dijo madre, seria. Que no oiga yo cosa mala de ti, porque si alguna vez vuelves a casa por eso, yo misma te echaré a patadas, ¿queda claro? Madre siempre así, como una diosa. Padre habló aquella tarde más de lo que tenía acostumbrado. —Bueno, hija… si alguna vez tienes que volver, vuelves y en paz. Ya sabes dónde estamos y lo que tenemos…  Reconozco que no he sido un buen padre… Además, madre ha llevado la voz cantante en todo. Pero si tienes que volver, no dudes, que aquí serás bien recibida… "¿Yo de ti, padre? –pensaba. ¿Dudar de ti?>"  —Si tengo que volver, volveré, padre, te lo prometo. Y a padre se le fueron dos lágrimas veloces, señal de su cariño reprimido. III Me recibió un señor a caballo, que dijo llamarse Don Diódano y ser mi amo. Tan pronto como le vi le tomé afecto, pues hallaba en él lo que no encontré en padre: diálogo que animara mi espíritu y una sonrisa abierta, delatora de alegrías que parecían aguardarme. Al fin, Dios me había concedido un amo grande y bondadoso, tan experimentado como cano, tan bueno como viejo; dándome a tal de amo, padre; amigo a tal de señor. "Dios da más a quien más quiere" y a mí me estaba dando mucho más de lo que nunca me atreviera a pedirle. El pueblo era pequeño. Estaba arrebujado en la ladera, con tenadas inmensas y guaridas de lobeznos y de cristianos viejos y tullidos. Le besaba los zapatos al río, las paredes obraban piruetas en el aire y los carcomidos aleros estaban plagados de golondrinas. La corraliza de mi amo conservaba el brocal reluciente. Según aquella nota, el agua debía ser un manjar abundante, a pesar de no haber padecido sed de agua sino de libertades. La señora salió a recibirnos a la puerta y como la berlina de aquél gentilhombre era tan cómoda, yo aún estaba dormida, examinando a tientas y a ciegas las portadas que se me iban mostrando. —Esta será tu casa a partir de ahora, Manolita. Y es cierto que, entre aquellos pasillos o entre aquellos inciensos comenzó mi libertad, patrimonio olvidado. Los amos, poco a poco, fueron depositando en mí sus probos artificios, su sabiduría… Me mostraron secretos desconocidos mientras iban pasando los días y los meses y crecía ante ellos como una hija. A tan cortos conceptos como yo tenía de la vida y a mi ineficacia no le ponían preámbulos, sino que, muy al contrario, con paciencia suprema me iban aconsejando. Aquellas muestras de cariño obraban en mí como una imperiosa necesidad de entregarles todos y cada uno de mis sueños. Cuidaba siete vacas que ya el amo se proponía vender y, cuando estaba cansada, podía decir “estoy cansada” y, cuando no podía con la gavilla, el amo, sin que dijera nada, me arrancaba la horca de las manos y después de amonestarme por aquella intentona, la izaba hasta su mujer que era la encargada de colocarla arriba. Cuando llegó el invierno, el primero que iba a pasar fuera de casa, menguaron los trabajos y los tres nos fuimos descubriendo en otras muchas cosas. IV Así andábamos todos escrutando las horas y costumbres, aderezando escolleras, hermoseando huertos con la siembra, ya que luego el invierno era a veces muy largo, cuando de improviso llegaron los recelos, tiros y alborotos diarios. Un día en la collada, mientras cuidaba las vacas de mi amo, ya me llegaba el miedo a la garganta. Carbajo y Raúl, dos hombres que levantaban mucha bulla con la lengua, aseguraban con el biricú puesto no sé qué de alzamiento. Que algunos vecinos, en anónimo proceder, no se avenían a razones ni a leyes. Que habían aparecido en la finca del alcalde, don Vicente, unos desafíos clavados en los árboles. Todo parecía desatado. El pavor fue el único plato de aquellos días de revuelo. En el zaguán se sacudían las tensiones, aunque yo seguía sin entender aquellas tramas cada día más reticentes y crueles. —Señora –le decía–. ¡Yo tengo mucho miedo! Me tiemblan las sartenes. Estoy hecha un verdadero lío, Señora… —¡Tranquila, mujer! ¡Tranquila! –me contestaba ella parsimoniosamente– Ya verás como no pasa nada. Mucho incienso al principio y luego todo seguirá como antes… Pero yo que lo había pasado tan mal, que con tantos vejámenes viviera durante aquellos cortos años de mi vida, trocaba los murmullos en gritos, trasoía lo que el amo le contaba a la señora tomándole las manos. Aquello era más grave de lo que me decían. En ocasiones llegaba al pueblo un mensajero y la turba ansiosa se apretaba los cintos. Luego, un ¡Viva España!, y todos proviceros acaparando para sí los futuros. Aquellas gentes, cuando ansiosas, cuando turbadas, según el consejo o los Gestores, exponían sus afanes en la Plaza. —Nosotros –decía el gestor– los del Frente Popular, sabemos lo que hacemos y hemos creído oportuno traer a los mineros que, además de procurarnos el orden, pueden prestar otros servicios. Nos jugamos éste (y señalaba el cuello). Mancho y Rebollar eran los jefes de aquel grupo, prevenido cuándo por el gestor, cuándo por ellos mismos. Muchos de aquellos hombres que rara vez habían tenido un arma entre las manos, se asían a ella con fuerza, vociferaban orgullosos, proclives casi al desenfreno, pareciéndoles a ellos seguro su escondrijo. —Señores, esto es la guerra. No vale disculparse cuando se escapa el fuego o se desvía… Y consciente de que sus palabras se echaban en olvido, privándose del sueño, cogió una larga estaca y colocando en su extremo un sombrero, subió a la cotera y la clavó en un sitio estratégico. Al amanecer, de repente, se oyeron gritos y disparos. —¿Veis?¿Lo entendéis ahora? ¡No estamos preparados! Otro día se agolpaban en masa a la puerta de aquellos bocarones y allí la hilandera Mariana les llevaba las noticias del periódico. “Avanzan los nacionales” —decía en grandes titulares. Y cada uno actuaba de una manera. Ercilla enarbolaba el brazo y le decía a Jonás: “A nosotros nos da lo mismo que avancen que retrocedan!.” Velasco, Turzo y Vargas subían a carrera tendida hacia la dehesa. Recogían las vacas que pastaban en terreno rebelde y con ellas al pueblo. Otros, como Brezo, se amoscaban: unas veces por los periódicos, otras por los hombres; unas veces aumentando los peligros y otras sacando de contexto las soluciones. El resto, entre los que se encontraban Braulio y Bustillo, estaban indecisos: “a lo que les mandasen”. El pueblo, en fin, era un vetusto puerto. —Esta es la guerra que nos tenían prometida –le decía el Señor a la Señora, tomándole por los hombros e infundiéndole ánimos–. —¿Y la guerra es muy grande? –le interrogaba yo, que aún permanecía incrédula de todo– —La guerra, Manolita, en cuanto que es guerra es grande; en cuanto que es una guerra entre hermanos y amigos es difícil y como quiera que nadie vencerá sin antes haber obrado toda clase de estragos en el suelo y en su forma de vida, es dudosa, pequeña Manolita… La señora se frotaba los ojos por los que comenzaban a discurrir las lágrimas. Recostaba la cabeza en el tremendo pecho de don Diódano y las manos se aferraban con ansias a su ropa. V Al anochecer, mientras los perros parecían divagar apreciando extrañezas en todos los paseos y costumbres, el ama vino a mí desalentada. Llevaba el pelo suelto y aún cuando los años no hubiesen perdonado, la señora, siempre compuesta y bella, parecía más hermosa. Quitándose las prendas se recostó a mi lado y me llevó su pasión encendida hasta las nubes. Digo encendida, porque temía que al menor descuido se acabase aquel mundo tan pequeño y ya no tuviésemos más tiempo de querernos. "¿Por qué a mí? –me preguntaba yo en silencio.  Luego me confesó que su marido consideraba obsceno despertar las pasiones en aquellos momentos en los que tanta gente se disponía para el gran viaje; que no estaba bien que, mientras unos se morían de dolor y de pánico, los restantes se entregaran al gozo. Que aquello era egoísmo;  parapeto, sino eficaz, porque todos estábamos propensos al cuchillo, sí infiel, ya que lejos de sentirse hermanados con quienes permanecían en las trincheras, se daban a los placeres y en ellos olvidaban cuestiones tan elementales como la vida misma. Por eso la señora se arrebujaba contra mi débil cuerpo. Yo nunca supe si aquellas caricias implicaban alegría o miedo. Entonces no sabía definirlas. Yo estaba allí para recibir órdenes, a despachar aquello que me solicitaran, no entendiendo del todo muchas cosas. De improviso, ella se movía y me besaba, como si quisiera ungirme con su caro perfume, como si tratara de romper el margrave que nos diferenciaba; que a ella le hiciera dueña y señora de sus caprichos y que a mí me mantuviera cohibida, prestada a sus consideraciones. Si yo no le seguía el juego me devolverían a mi casa y madre me hubiese privado del único recurso que había logrado después de tantos pasos equivocados y difíciles: la libertad. Me acordaba de madre. ¿Qué no hubiese hecho madre para sacar partido a aquello? ¿Ante quiénes le mandaría arrodillar a padre con tal de engrandecerse? ¡Pobre padre!, óbice de sus secretos, pues,  por todos los resquicios entraban confidencias y la casa era tan pobre de cajones que todo lo que se guardaba en ella no implicaba secreto. —Yo…señora, la siento a usted muy adentro. Cada día la deseo más. ¿Eso será pecado? —Manolita, ¿quién puede discernir sobre lo que es pecado o no con estos ruidos? —Pues… ¡Dios! —¡Bah!¡Tonterías, chiquilla! Dios sabe de sobra que no es pecado amarnos. —Entonces, Señora…, si Dios es bueno y todopoderoso, y conoce cuánto estamos sufriendo, por qué no hace que gocemos en lugar de enseñarnos tan temprano los fuegos? —¡Por qué!, ¡Por qué! ¡Porque Dios es Dios.! Y deja ya de llamarme Señora. —Señora, le juro a usted que, pase lo que pase, la querré siempre…