La guerra de Otto Dix

Publicado el 29 agosto 2018 por Joaquín Armada @Hipoenlacuerda

Amanece. Un sol radiante anuncia un día hermoso. Quizá sea primavera o verano. No podemos saberlo porque la muerte ha parado el tiempo. El cañoneo ha convertido el campo en una desordenada sucesión de pequeñas elevaciones y hondonadas. Los árboles son estacas partidas con ramas de alambre de espino. Si uno se fija bien, puede distinguir el esqueleto blanquecino de un soldado en la tierra de nadie. En primer plano, dos soldados alemanes se mueven a cuatro patas para evitar ser vistos por un enemigo invisible. Colgadas de sus bocas, agarradas por sus dientes, llevan sendas bolsas para su posible desayuno. La mano del soldado que gatea casi toca la mano de un esqueleto que nace de la tierra. Son los restos de un soldado que quizá murió la primavera pasada y quedó sepultado en su trinchera. Su mano de huesos es más humana que la mano de los vivos, tan rotunda como una pezuña. Los dos hombres que gatean se han convertido en animales que luchan instintivamente por su supervivencia. Parece imposible creer que sólo unos meses antes podían haber manejado un pincel.

La mano cortada de Kirchner

“La guerra no termina el día en el que se firma el armisticio.
El dolor persiste mucho tiempo”
Ryszard Kapuscinski

En 1915, Ernst Ludwig Kirchner, uno de los fundadores del grupo expresionista. El Puente, se autorretrata en su estudio con el uniforme de su regimiento de artillería. Con un cigarro tan apagado como sus ojos, Kirchner da la espalda a un lienzo abandonado y a una modelo desnuda. Es su mano cortada la que domina el cuadro. Kirchner nos muestra su brazo seccionado a la altura de la muñeca. La herida está abierta, ningún muñón ha sustituido la mano segada. Su violenta mutilación es sólo simbólica. La guerra, que le ha convertido en un enfermo crónico, ha mutilado su espíritu. Kirchner volverá a pintar pero su arte nunca volverá a tener la fuerza de los años previos a la Gran Guerra.

Como muchos jóvenes alemanes, británicos y franceses, Kirchner se presentó voluntario en agosto de 1914 para combatir en una guerra que imaginaba breve y heroica y decisiva para el futuro de Europa, lo que en 1914 significaba el futuro del mundo. Aquella generación ingenua acabó sepultada en el barro de Flandes, sarcástico escenario de una guerra a la que el futurista Marinetti había definido como “la única  higiene del mundo” . Otto Dix (1891 – 1969) fue uno de los artistas que partieron voluntarios a la guerra pero a diferencia de Kirchner encontró en ella un tema que le atraparía durante toda su vida y que reflejaría su evolución artística.

La guerra –dijo Dix en una entrevista de 1961 – es algo embrutecedor: hambre, piojos, fangos, esos ruidos enloquecedores. Todo es distinto. Mirando cuadros más antiguos, he tenido la impresión de que falta por exponer una parte de la realidad: lo repulsivo. La guerra fue una cosa repulsiva, y pese a todo, imponente. No podía perdérmela. Hay que haber visto a los hombres en ese estado voraginoso para saber algo sobre ellos”. Para no olvidar ningún detalle de la guerra, Dix acudió al frente con un cuaderno, que pronto llenó de anotaciones y dibujos. No era el único que intuía que era el final de un mundo. “Tal vez – escribe Ernst Jünger – no haya ningún otro lugar en que se perciba mejor que aquí en la trinchera la manera en que el espíritu de una época se cae a pedazos, cual un astroso vestido (…) es como si, en medio de una enorme escombrera, uno se encontrase con los espíritus de unos conocidos ya fallecidos y mantuviese con ellos una conversación fantasmal”.

La trinchera, la explosión de un proyectil de artillería y la evolución de su rostro son los tres grandes temas de las pinturas que Dix realiza durante los años de la guerra. Los tres están presentes en ‘Autorretrato como Marte’(1915), una obra que también muestra la mezcla de estilos que confluyen en la pintura de Dix en estos años iniciales y decisivos. Dix se autorretrata como dios romano de la guerra, con un rostro de facciones duras, hecho a jirones, alrededor del cual gira el resto del cuadro: explosiones, edificios tumbados, cruces de tumbas excavadas al lado de las trincheras, un caballo aterrorizado que gira su cabeza, un peón de ajedrez y, entre ambos, el sol nocturno y efímero de una bengala.

Autorretrato como Marte‘ es una pintura repleta de los sonidos de la guerra. El cuadro posee los colores agresivos de las pinturas expresionistas y las líneas con las que los futuristas querían reflejar una sucesión de imágenes cambiantes. Híbrido de ambas técnicas, este autorretrato de Dix transmite un mayor desasosiego que las pinturas futuristas bélicas, como la Carga de los lanceros’ (1915) de Boccioni, una visión idealizada donde la guerra parece una atractiva aventura llena de riesgo y heroísmo. El horror de la guerra no existe para los futuristas, más interesados por retratar máquinas veloces y hermosas que hombres enterrados en el fango. De forma inevitable, las trincheras vacías de Dix, se llenan de muertos.

En 1915, Dix pinta ‘Soldado moribundo’, un óleo sobre papel de una brutalidad terrible. Dix retrata la agonía de un soldado que se deshace ante nuestros ojos. Y anticipa los cuadros de Francis Bacon: el rostro convertido en una mueca absurda, los ojos, aterrados y fuera de sus órbitas, y la sangre que mana de su boca como un río por el que escapa la vida de un hombre convertido en un trozo de carne. La pintura apela directamente a nuestro sistema nervioso, a través de unas pinceladas bruscas y repletas de pintura, una técnica muy alejada y opuesta a la refinada y mucho más compleja manera de pintar que Dix empleará en la década de los veinte. La distorsión de este rostro que se deshace ante nuestra mirada impotente contrasta también con la serenidad expresada con otras víctimas de la guerra retratadas en sus grabados. Una serenidad que, por la verdad que contiene, es igual o, incluso, más aterradora.

La guerra grabada

Cuando se graba, uno se convierte en puro alquimista
Otto Dix

Murmullo de voces. Sonido de copas que se juntan en un brindis o chocan contra el mármol de la mesa. El caos inconfundible de los instrumentos que comienzan a afinarse. Redoble de tambor. Música. Joel Grey, sátiro maestro de ceremonias, comienza su canción de bienvenida al público del Kit Kat Club: Bienvenidos extranjeros, es un placer, estoy encantado de verles. Sean bienvenidos al cabaret. Dejen sus problemas ahí fuera… Y entre el público al que se dirige el fantástico Grey vemos a la periodista Sylvia von Harden, con su peinado masculino, su monóculo enorme y sus manos delgadas y enormes. Fuma un cigarro mientras escucha cómo una noche más Joel Grey crea un mundo ajeno a los problemas de la realidad, un territorio donde triunfa la diversión y el placer. La actriz posa tal y como Otto Dix retrató a la periodista en 1926. Bob Fosse comienza con este homenaje a Dix su maravillosa Cabaret’.

La complicada década alemana de los años veinte, con una república de Weimar asediada por las draconianas exigencias externas de los vencedores y por las internas de los grupos extremistas de derecha e izquierda, encuentra en el triunvirato Max Beckmann – Otto Dix – George Grosz a sus grandes retratistas. Los tres jóvenes pintores, cada uno con un estilo personal y definido, retratan un mundo hipócrita y profundamente violento, donde el hombre se encuentra atrapado. En la inmediata postguerra, Dix sigue buscando su lenguaje personal. Abandona el estilo híbrido de la guerra y comienza su fase dadaísta, que le convierte en compañero de viaje de su amigo George Grosz y del círculo dadá de Berlín. “La postura de Dix en aquellos años era de un nihilismo autoirónico, un tanto asqueado y también fastidiado”. Como muchos otros artistas contemporáneos, Dix cree que la República de Weimar no ha supuesto un auténtico cambio respecto al Imperio.

En 1920 Dix pinta sus dos obras principales de esta etapa dadaísta: ‘Jugadores de skat’ y ‘Prager Strasse’, dos denuncias de las terribles mutilaciones que habían sufrido muchos de los jóvenes que habían sobrevivido a la guerra y que tendrían que sobrevivir a la vida sin piernas, sin brazos, convertidos en pedazos de hombre, progresivamente olvidados y arrinconados. Un estilo cercano a la caricatura y la presencia de páginas de periódicos pegadas en los lienzos, como un tímido collage, son las notas más llamativas de una manera de pintar que Dix abandonó muy pronto y que recuerda a las obras de su compañero George Grosz. En 1923 Dix pinta ‘Trinchera’, una nueva aproximación al escenario de la guerra que desata una enorme polémica. Un año después, publica los cincuenta grabados de su obra ‘La guerra’. Su aparición coincide con la del foto-libro de Ernst Friedrich ‘Guerra a la Guerra’.

Publicado siempre en cuatro idiomas – tres de ellos, alemán, inglés y francés, invariables -,Guerra a la Guerra’ se convirtió en un auténtico éxito de ventas, con varios millones de ejemplares vendidos. Sus 180 fotografías, realizadas por los propios soldados con sus cámaras portátiles, no muestran sólo el horror de la lucha en el frente sino la monstruosa e irreversible metamorfosis que muchos jóvenes sufrieron como consecuencia de las heridas recibidas. “Quizá una de las secciones del libro de más intensidad visual es la serie de veinticuatro fotos que lleva por título ‘Das Antlitz des Krieges’ (‘El rostro de la guerra’). Son imágenes espantosas, casi increíbles por su atrocidad (…) soldados espantosamente mutilados, a veces con tremendas oquedades en el rostro, en otras ocasiones con horrendas cicatrices y totalmente desfigurados después de las numerosas intervenciones quirúrgicas sufridas, pero todos ellos aún vivos – lo cual se percibe en su mirada – de forma inverosímil”.

Los grabados de ‘La guerra’ de Dix surgen, por lo tanto, en un momento en el que la sociedad alemana vuelve su mirada a la Gran Guerra: desde una mirada pacifista, como la de Friedrich, o patriótica, como la de los foto-libros de Ernst Jünger. El pintor conocía la obra de Friedrich, pero aunque se basó en ella – y en otras recopilaciones fotográficas – para realizar sus grabados hay una importante diferencia entre ambas: Dix no quiere hacer propaganda antibelicista, quiere hacer arte, pretende conseguir que sus grabados puedan medirse con los ‘Desastres’ de Goya. En los grabados de ‘La guerra’, Dix relega al escenario a un segundo plano para centrarse en su auténtica preocupación, el hombre. En muchos de los grabados, junto al dolor y el miedo, Dix casi logra reflejar el olor de la muerte.

Dix empleó las técnicas del aguafuerte y de la aguatinta, y utilizó el barniz de asfalto para corroer la plancha y mostrar así un mayor grado de destrucción. Esa descomposición que aparece en los rostros de muchos de los soldados muertos o moribundos retratados por Dix y que no nace de la voluntad del artista de deformar la realidad sino de retratarla lo más fielmente posible. También empleó la técnica de la punta seca para lograr una mayor perfección en los detalles. Todas estas técnicas están al servicio de un punto de vista que es el que caracteriza a los grabados de ‘La guerra’ y convierte la obra gráfica de Dix en una mirada contemporánea. Frente al plano general de Callot y el plano medio de Goya, Dix elige un primer plano y sitúa al espectador se encuentra dentro del escenario, cara a cara con los sucesivos rostros de la guerra.

El punto de vista de Callot y de Goya es el del testigo civil que contempla las matanzas cometidas por los soldados; el de Dix, el del soldado que realiza o es víctima de estas masacres y se convierte al mismo tiempo en cronista de las mismas. La mayor parte de los grabados de Goya y Callot no muestran batallas sino saqueos o ejecuciones, donde las víctimas son sobre todo civiles. En los grabados de Dix también la lucha es sustituida por sus consecuencias, pero son los soldados los principales actores y el escenario de la guerra aparece reducido – con la excepción de tres grabados que reflejan un ataque aéreo a un pueblo, una casa destruida y una madre que llora ante su bebé asesinado – a un delirante y yermo campo de trincheras y cráteres.

Con los cincuenta grabados de ‘La guerra’, Dix crea un completo corpus de imágenes de la vida del soldado en el frente. Desde el paisaje desolador que contempla frente a su trinchera hasta los pequeños y oscuros refugios en el que pasa su tiempo de descanso. Vemos al soldado convertido en bestia, atacando con su máscara de gas; hundido en un cráter, con los ojos llenos de miedo; olvidado en una trinchera, convertido en un esqueleto uniformado. Y mutilado, transmutado en un monstruo. ‘Trasplantado’, una imagen que parece sacada de ‘El rostro de la guerra’ de Friedrich, es uno de los grabados más aterradores de la serie, no por el muñón indescriptible en el que se ha convertido la mitad de la cabeza del pobre soldado, sino por la mirada de su único ojo, un ojo que no transmite espanto ni dolor, sino la lejanía interior de un muchacho convertido en monstruo para el que nuestra mirada aterrada es su espejo.

El tríptico de ‘La guerra’

Esta trinchera no es mala, sino que su composición es infame, con su alevosa penetración en el detalle… los sesos, la sangre, las vísceras pueden pintarse de forma que a uno se le haga la boca agua… La segunda Anatomía de Rembrandt es una golosina comparada con esto“.
Julius Meier-Graefe

En 1927 Dix ingresa como profesor en la Academia de Arte de Dresde. Ese mismo año, nace Ursus, su primer hijo y un año después, Jan. Dix vive una de las mejores etapas de su vida: reconocimiento profesional y una feliz vida familiar con Martha y sus hijos. Fascinado por los viejos maestros alemanes – Baldung Grieg, Matthias Grünewald, Lucas Cranach y Alberto Durero – Dix persigue su ideal de retratar el mundo con la mayor objetividad posible a través de un estilo complejo y detallista, muy alejado de las pinceladas más bruscas y libres de su primera etapa. Adopta la técnica de la veladura, llena sus pinturas de colores luminosos y contrastados, atrapado por la perfección del detalle.

Es esta pasión por el detalle la que provocaba la náusea en el crítico Julius Meier-Graefe ante la visión de ‘Trinchera’ (1920-23), una de las obras más malditas de Dix. Después de la crítica feroz de Meier, ‘Trinchera’ participó en 1925 en una exposición itinerante organizada por la comisión ‘Jamás otra guerra’. Los nazis tomaron nota. En 1933 expulsaron a Dix de la Academia de Arte de Dresde y confiscaron parte de sus cuadros, que consideraban “degenerados” incluido ‘Trinchera’, que los nazis exhibieron en 1938 junto a ‘Mutilados de guerra‘ bajo el epígrafe ‘Sabotaje pictórico al ejército alemán‘, antes de enviarlo a las llamas en 1939 en un paranoico acto de fe.

Mejor destino tuvo el tríptico ‘La guerra’ (1929 – 1932). Para retratar la decadente totalidad de la ciudad, Dix había recurrido al formato del tríptico en 1928. Esta estructura visual le permitía mostrar en una misma obra escenas que transcurrían en distintos tiempos y escenarios, de ahí que Dix destacase la influencia que el Ulises de Joyce había tenido en la elección de este formato. Para su gran reflexión pictórica sobre la guerra volvió a utilizar el formato del tríptico, pero esta vez influido por las pinturas religiosas medievales. “El cuadro – explicaba Dix en 1964 – lo hice diez años después de la Primera Guerra Mundial. Durante aquellos años me había preparado a fondo para convertir en arte las experiencias de la guerra (…) En aquel tiempo, por cierto, muchos libros propagaban sin problemas en la República de Weimar un concepto de héroe cuya reducción al absurdo tuvo lugar en las trincheras de la Primera Guerra Mundial. La gente comenzaba a olvidar los sufrimientos que había acarreado la guerra. En esta situación surgió el tríptico”.

‘La guerra’ es una obra compleja, dominada sin duda por su panel central, que comparte la detallada crudeza de los grabados de Dix. Al contrario que en sus pinturas realizadas durante la guerra, Dix no quiere captar un momento, sino retratar el resultado final de la batalla. Nadie agoniza, todos están muertos. Nada se mueve y sólo la luz que ilumina la parte izquierda del cuadro – ¿el amanecer? – puede anunciar que el tiempo no está detenido. El cuadro reúne motivos de otras obras anteriores de Dix: el soldado que con su máscara antigás y su casco no parece un hombre, la mano inerte que se eleva hacia el cielo, el espeluznante cadáver colgado de forma inverosímil en una estaca…

El tríptico de ‘La guerra’ sólo se exhibió en público en una ocasión, en la exposición que la Academia de las Artes de Prusia celebró en Berlín en el otoño de 1932. Unos meses más tarde, en marzo de 1933, Adolf Hitler conseguía su ansiado sueño de liderar los destinos de Alemania y finaliza el mejor período creativo y quizá también personal de la vida de Dix. “Hitler quería una ruptura total con las ideas derrotistas e izquierdistas de los años de Weimar; no quería una sola representación de la verdadera cara de la guerra”. Con el inicio de la dictadura nazi, Dix pierde su trabajo y se ve obligado a un exilio interior que mantendrá durante la vida efímera y, sin embargo, demasiado larga del Tercer Reich. En 1934 los nazis le prohiben exponer y confiscan 260 de sus obras. Dix se traslada con su familia a las orillas del lago Costanza. Allí sigue pintando, pero sólo obras que los nazis consideran inofensivas: paisajes melancólicos, retratos de encargo y cuadros de temática bíblica.

En este exilio interior, Dix pintará todavía un último cuadro sobre la guerra, ‘Flandes’ (1936). Dedicado al escritor francés Henri Barbusse, la obra es una nueva incursión de Dix en el paisaje bélico. En primer plano, un soldado alemán parece descansar apoyado en el tronco partido de un árbol. A su lado, pegados a él, otros dos hombres intentan también descansar. Sus rostros muestran un cansancio enorme. Delante, entre ellos y el enemigo invisible, sólo hay un paisaje de destrucción. Al fondo una columna de humo se eleva de una pequeña ciudad y se funde con las nubes que ocultan la luna llena. ‘Flandes’ no muestra la detallada brutalidad del panel central del tríptico de ‘La guerra’. El punto de vista del espectador es el mismo que en el grabado de los dos soldados que a cuatro patas se dirigen en busca de su comida. Pero hay dos grandes diferencias. El sol ha desaparecido y la actividad de estos dos hombres convertidos en bestias ha sido sustituida por un cansancio físico y moral, un agotamiento infinito. Los hombres, vivos aún, han acabado por fundirse con la tierra en un paisaje mutilado por una metamorfosis diabólicamente humana.

Ruptura y regreso: ‘Autorretrato como prisionero’

El autorretrato es la confesión del estado interior; siempre compruebo
admirado que tengo un aspecto totalmente distinto

Otto Dix

Dix vivió los años previos al estallido de la II Guerra Mundial en un exilio interior y forzoso, refugiado en una inofensiva pintura de paisajes por la que apenas sí sentía algún interés, pero aún así no pudo evitar tener serios problemas con sus censores nazis. En noviembre de 1939, fue detenido junto con su amigo Friedrich Bienert bajo la acusación de haber participado en un frustrado atentado contra Hitler. Ambos pasaron dos semanas en prisión antes de que pudieran recobrar la libertad gracias a una afortunada combinación de testimonios de condecorados y valientes camaradas de la I Guerra Mundial y a la ausencia de pruebas en su contra.

En febrero de 1945, con los aliados occidentales a punto de cruzar el Rin y los soviéticos arrasando Prusia en su veloz camino hacia Berlín, Dix es reclutado para formar parte de un ejército hecho con niños, ancianos y un puñado de veteranos. Es todo lo que queda de los flamantes guerreros del III Reich, que sólo unos años antes se habían lanzado a la conquista del mundo. Los combates terminan un mes después y Dix es hecho prisionero. La suerte le sonríe y un oficial francés le reconoce. Vuelve a pintar, aunque no lo que quiere si no lo que le encargan. Para la capilla del campo de prisioneros realiza su tríptico ‘Madonna ante alambre de espinos’.

En los duros años de la postguerra, Dix pinta retratos de las mujeres y los niños de las tropas de ocupación, y cambia pequeñas acuarelas por alimentos. En estos años difíciles, liberado ya de la censura nazi, su técnica vuelve a experimentar un último gran cambio. Es el abandono definitivo de la compleja técnica de la veladura y el regreso a una pintura más libre y espontánea. ‘Autorretrato como prisionero de guerra’ (1947) es una de las primeras obras que realiza con esta nueva técnica. “La nueva técnica – escribe Dix – (la palabra es totalmente falsa, ya que propiamente se trata de una nueva forma de mirar que se ha impuesto en mí) produce muchos frutos extraños (…) La pintura se ha vuelto más espontánea, el quisquilloso cuidado que había que poner constantemente en las veladuras, ha desaparecido (…) y los colores comienzan a formar “sonidos”.

Como ocurre con todos los grandes pintores, la técnica de Dix evolucionó con el paso de los años, y experimentó en momentos concretos auténticas revoluciones, lo que por sí sólo podría explicar la gran diferencia existente entre sus obras realizadas durante la guerra y los cuadros sobre la guerra pintados finalizada ésta. Pero es evidente también que la cercanía del acontecimiento condiciona el estilo. Si las pinturas realizadas durante la guerra son una liberación, una catarsis, el resultado de la explosión del horror interno que Dix alberga en su alma, su tríptico ‘La Guerra’ (1929-32), ‘Guerra de trincheras‘ (1932) y ‘Flandes’ (1936), nacen de una larga reflexión, del diálogo interior que el pintor ha mantenido durante casi veinte años con los fantasmas de su experiencia bélica.

¿Cómo representar el olor de la muerte, el sonido de un proyectil, el miedo del soldado que sabe que sus heridas son mortales, el agotamiento infinito del soldado? Dix lo intentó a través de dibujos realizados en el interior de las trincheras, dibujos de guerra nacidos en las pausas de los combates. Mientras todavía vestía uniforme, empleó el óleo para mostrar la intensa complejidad de la guerra, su movimiento, su luz, sus colores… colores que expresan sentimientos, sensaciones, ruidos. En la inmediata postguerra, cuando en las calles de las ciudades alemanas los mutilados de guerra mendigaban tirados en una esquina y los nazis comenzaban a recoger los primeros frutos del odio, Dix usó la técnica del grabado para profundizar en la degradación física que la guerra impone al hombre, para reflejar su metamorfosis en bestia instintiva o en un inocente Frankenstein cuyos único ojo siempre nos preguntará por qué.

Pd: Este artículo se publicó hace cinco años en Unfollowmagazine.com. Por motivos que ignoro, la revista ha desaparecido de Internet, así que he pensado que valía la pena recuperarlo. En realidad, todo comenzó mucho antes, en 2003, cuando tras la invasión de Irak decidí que valía la pena escribir un trabajo sobre los grabados de guerra de Otto Dix. Lo presenté para mi asignatura de Pintura del siglo XIX y XX, una de las más interesantes que cursé en mi carrera de Historia en la UNED. Han pasado 15 años y lo conservo como un tesoro, con la certeza de que nunca volveré a hacer algo parecido.