El artículo sobre la tribu de los oka ha suscitado un debate sobre el peligro de caer en la falacia rousseauniana del “buen salvaje”, y en la fácil idealización de los modos de vida primitivos como parte del mito de la “edad dorada”, un pasado de felicidad, igualdad y libertad perdido en aras del materialismo y la civilización.
Por tanto, en un intento pendular por mostrar la otra “cara de la moneda” de las sociedades tradicionales, hablaré de otro pueblo cazador/recolector que vive (o vivía) anclado en una cultura neolítica.
El pueblo de los dani.
Lo que sigue es una historia de muerte y miedo. De venganza y odio. No me parece oportuno obviar los detalles más truculentos, porque es preciso que nos adentremos en la psicología colectiva de los dani como pueblo; debemos entender cómo pensaban y las razones últimas que explican su brutal sentido de la vida.
Si en los oka parecía reinar la concordia, la risa, en los dani gobierna el puño recio de la guerra constante, de la muerte violenta como forma de entender la convivencia.
Pero, y esto es muy importante, esta no es una historia de buenos y malos. Es decir, no podemos (o debemos) volcarnos en reflexiones axiológicas inútiles, en un intento por emitir dictámenes morales desde nuestra postura de observadores del fenómeno humano. La antropología nos enseña que no hay un ideal de cultura que nos sirva de marco de referencia ético; simplemente, es un experimento destinado al fracaso porque no es objetivamente validable. Todos los pueblos tienen su pasado, sus vicisitudes y sus circunstancias, y los humanos somos fruto, muy especialmente, de las condiciones geoclimáticas y demográficas en las que vivimos.
Nuestro entorno determina, como ningún otro factor, nuestro carácter. Por ello no sería justo hacer extrapolaciones morales sobre unos humanos que llevan decenas de miles de años sobreviviendo en un entorno tan complicado como el de Nueva Guinea, y compararlos con otras gentes que viven en parajes selváticos africanos. Insisto: no es una historia de gente enferma, deleznable en su modo de vivir o con una tara moral innata.
Es, eso sí, una historia enormemente triste.
Nueva Guinea es una isla al norte de Australia. Y es inmensa. Después de Groenlandia es la mayor isla del planeta. Y está surcada de inmensas cadenas montañosas y valles de difícil acceso.
Es un lugar único por muchos aspectos pero, por encima de todo, fascina su inmensa riqueza (diversidad) cultural. Con apenas siete millones y medio de habitantes, los lingüistas llevan descubiertas más de 800 lenguas; y se sospecha que quedan muchas por descubrir. ¿Casi mil idiomas con menos de ocho millones de habitantes? ¿Cómo se explica?
Papua Nueva Guinea no es un lugar amable en el que practicar senderismo. Tampoco la costa es un paraíso; en sus manglares abunda la malaria y el cólera.
Si observan este mapa realizado por el Ministerio de Asuntos Exteriores español, aparecen señalados los países extremadamente peligrosos que no se deben visitar a no ser que resulte imprescindible. Dominan dos manchas ,en el centro de África y en la zona de Oriente Medio. Pero ¿ven esa mancha solitaria en Oceanía, la mitad de una isla? La isla es Nueva Guinea, y la mitad este corresponde a Papua Nueva Guinea. La isla se encuentra dividida en dos partes; la occidental pertenece a Indonesia y es un territorio más pacífico. La oriental tiene su propio gobierno; es un Estado independiente.
En Papua Nueva Guinea, marcada con el color rojo, viven los dani.
Los dani son pueblos que viven en zonas montañosas; y son, por encima de todo, guerreros. Los hombres no cohabitan en las mismas cabañas que las mujeres, ya que consideran el sexo una práctica que debilita su ardor guerrero. Un hombre dani puede tardar dos años en consumar un “matrimonio”, y las mujeres no suelen tener más de dos hijos a lo largo de su vida.
Durante toda su vida, la mujer cultiva los campos con toscas herramientas de piedra, cocina, cría a los bebés y se ocupa de mantener las cabañas y el poblado limpio.
Los hombres separan pronto a los niños de la influencia perniciosa de las mujeres, y les inculcan desde muy temprano el odio al vecino. Los dani viven en un estado perpetuo de vigilancia y recelo, esperando el ataque de un poblado cercano o preparando una incursión de castigo. El principal motivo que justifica las hostilidades suele ser la venganza.
Sabemos mucho de los dani porque se descubrieron muy tarde; las potencias coloniales no habían dictado normas que modificaran su cruento modo de entender la vida. Es por ello que conocemos en detalle la guerra en 1964 entre una alianza de poblados del norte contra una confederación de aliados del sur.
Durante unos meses ambos contendientes se enzarzaron en luchas, en ocasiones en campo abierto, a menudo emboscadas o encuentros fortuitos con un desenlace fatal. Todo derivó, finalmente, en una enorme matanza (el 5% de la población) de danis del sur a lo largo de un único día; especialmente mujeres y niños. No los exterminaron por completo porque un aliado les ofreció finalmente apoyo.
Cuando terminó, la guerra había acabado con la vida del 15% de los dani de la zona en apenas seis meses. Si se paran a pensarlo, es un porcentaje impensable en una guerra moderna. Pero hay más: para matar con una lanza o un arco rudimentario tienes que acercarte mucho. Un proyectil de la Primera Guerra Mundial masacraba individuos anónimos a cinco kilómetros de distancia. Un fusil abatía cuerpos que apenas se vislumbraban a 800 metros. Pero con una lanza, un cuchillo… estás quitándole la vida a otro humano mirándole a los ojos. Y en sociedades tan pequeñas, seguramente sabes quién es, cómo se llama, a cuántos hijos dejas huérfanos. Y no tienes opción; si no lo matas, él te matará a ti.
No es extraño que cuando se les pregunta a los dani por las matanzas como forma de vida, se justifican quitándole al vecino la condición de ser humano. El “otro” no merece la consideración de persona. Y, así, en su barbarie, no hacen distingos entre hombres, mujeres o bebés.
Les propongo algo; ¿tienen hijos? Los dani involucraban en el odio y la guerra a sus hijos de seis años. Miren a sus hijos de esa edad ¿se los imaginan insultando a los niños del poblado vecino, clavando sus pequeñas lanzas en el cuerpo del enemigo muerto? Es la educación por y para el odio. En realidad, es la cultura del miedo.
Un dani le explicó a un occidental lo terrible que resulta desde niño salir a orinar fuera de la cabaña y hacerlo con pánico, por si hay alguien emboscado esperando para matarte. Los sueños de los dani están llenos de pesadillas, de horrores premonitorios.
Las mujeres dani, por ejemplo. En lo único que participan con los hombres es en la guerra, dándoles ánimos. Si una mujer dani sufría una pérdida en la familia, debía expresar su duelo de la siguiente manera: con una piedra se golpea salvajemente un dedo hasta que se fractura las falanges. Después, con el dedo ya entumecido, un amasijo de huesos rotos y carne, se lo arranca con un cuchillo. Las ancianas dani muestran sus manos vacías de dedos.
Pero hay una pregunta más ¿les merece la pena? Si se les ofrece una alternativa, estas sociedades guerreras ¿no optan por una vida sin miedo?
La respuesta la tienen en: www.baliem-valley-resort.com, un hotel compuesto por 15 bungalós circulares que imitan las casas tradicionales dani, pero en el que disfrutan de baño privado, agua caliente o piscina. Cerca, un poblado dani le ofrecerá un “singsings”, una danza ritual en la que los hombres se vestirán a la manera tradicional (con una calabaza en el pene).
Los danis han descubierto que este turismo incipiente les permite comprar más cerdos. Y que se vive mejor sin miedo.
Conocer a los dani, saber de su historia, nos ayuda a entender mejor la naturaleza del hombre. Porque hay algo dani en nosotros, como hay algo oka.
Somos diversos, impredecibles a menudo. Complejos.
Humanos. Demasiado humanos.
Antonio Carrillo.