En un tiempo, antes de ser guitarra, antes de que la madera fuera ahuecada, la guitarra fue simplemente un trozo de un árbol. Integró el cuerpo de un árbol determinado, un abeto azul, un jacarandá. Y ese árbol no era solitario, no estaba solo en una colina, sino que formaba parte de una pequeña selva, de eso que llamamos monte. Y ahí ese árbol era vecino de otros de todo tipo y especie, de hojas perecederas o no perecederas, de madera dura o madera blanda, de madera que absorbe la humedad o de madera que la conserva. Ahí vivía la guitarra antes de ser guitarra. Y ese pedazo de madera integrante de la selva tiene que haber recibido un gorjeo de algún ave al atardecer, o al amanecer, o al mediodía. De toda clase de pájaros a toda hora del día. Toda la selva recibió el cántico de pájaros a lo largo de los años, de pájaros que han cantado con frío en invierno, con sol, con siestas, con sustos, con coraje y en primavera con amor, con polluelos, con hijos o sin hijos. El cántico del ave ha sido siempre el elemento. Y a la madera sensible se le ha penetrado ese cántico. Alguna vez la hacharon, alguna vez se cayó y la usaron, la ahuecaron, la pusieron a templar como tabla y alguna vez la formaron. Pero es una madera llena de infinitas vibraciones y de qué vibraciones: miles de horas de canto de pájaros. Y así se formó la guitarra.
Y cuando se hizo instrumento, llegó a las manos de gente de distinta condición: virtuosos, hábiles, ávidos de encontrar algo que los ayudara en la vida, o a conformar su destino o su mensaje, o a consolar su soledad. Mil asuntos, mil razones por las cuales se inclinaba hacia ese instrumento llevo de vibraciones y con tanta tradición. Y no faltará seguramente los que le adjudicaban a alguna gente la virtud de enriquecer el canto de la guitarra. “Fulano de Tal hace hablar a la guitarra, la hace cantar, la hace decir...” o “escuchar ese guitarrista es una enseñanza para los demás”. Pero la guitarra ya venía con una multitud infinita de vibraciones. Como las catedrales, que no precisan tenores para tener ley acústica. La guitarra estaba plena de sonidos. Entonces, ¿no será en cierto modo una pretensión del ser humano que se acerca a la guitarra, decir que es el hombre el que está enriqueciendo su sonido, su misterio, su buena disposición para decir cosas? Ella todo lo sabe, no tiene un secreto para ocultar. Todo lo atesoró y todo lo da. Aunque a veces se niega. Cuando una mano no la merece, la guitarra se puede negar. A veces dicen: “esta guitarra no me dice...”. Lo he oído: “esta guitarra es muy buena, está bien construida, pero a mí no me dice...” ¿No será que esa persona no ha hecho nada para merecerla?. Quizá le ha faltado unción, la condición del ruego callado, el decir “ayúdame” sin decir la palabra, el acercarse para que el instrumento le ayude a transmitir tal o cual asunto que tiene algo que ver con el sentimiento humano. Si es así, la guitarra siempre lo ayudará. Pero si es por un simple afán de lucimiento, es posible que ese instrumento noble y sencillo no quiera complicarse en lo que no entiende. La ambición humana no la entiende ni la entenderá nunca, porque viene de otra cosa infinita, de una enorme libertad de expresarse con un gran albedrío que tiene todos los colores y todos los mejores destinos.
Yo he escuchado alguna vez con respecto a la caja vidalera, a un señor que golpeaba dos veces la caja y se la ponía al oído, y escuchaba su resonancia a ver si correspondía empezar a no del aparato”. Y así es la guitarra. Cuando ve que el hombre no está preparado para entender lo cósmico, la consultación entre el misterio del instrumento y el anhelo del hombre, la guitarra se queda callada y deja al hombre en el aire, como diciendo “no entiendo ese idioma...”. Si yo no estoy digno algún día, la guitarra me lo va a hacer sentir. Y si uno tiene la entereza de enfrentar la verdad profunda, es posible que la música cobre al fin de los tiempos una condición muy elevada, muy hermosa, y se salve de la mercantilización de una habilidad o un virtuosismo. Yo pienso por ahí, quién sabe. Puede ser.
Atahualpa Yupanqui.
Este largo camino. (Memorias)
Rescate de Víctor Pintos