En febrero de 1996, tras acabar los exámenes universitarios del primer parcial, compré en La Casa del Libro de Gran Vía Tres tristes tigres de Guillermo Cabrera Infante (1929, Gibara, provincia de Oriente, Cuba-2005, Londres). Por entonces estaba inmerso en mi gran época lectora de los autores del boom hispanoamericano, y Tres tristes tigres me parecía uno de los libros míticos que había que leer. La verdad es que me llevé una decepción. La novela no proponía una trama envolvente ni nada por el estilo, recuerdo escenas inconexas de juerga en La Habana, con profusión de juegos de palabras; unas páginas que no consiguieron engancharme, pese a que, como siempre, acabé el libro.
Bastante tiempo después me comentaron que La Habana para un infante difunto era un libro menos experimental, sobre un escritor en busca de sí mismo, que es un tema que siempre me ha gustado. Decidí leerlo durante las vacaciones de las pasadas navidades, porque empecé a sentir el deseo de leer libros que me hablaran de La Habana, como en otros momentos he sentido el deseo de leer libros que hablaran de Buenos Aires. Lo saqué de la biblioteca Eugenio Trías, abierta en 2013, que queda dentro del parque de El Retiro y bastante cerca de mi casa. Aunque he estado trabajando bastantes días en sus mesas (sobre todo durante el último verano), nunca había sacado un libro (precisamente libros no es lo que me falta). Así que estreno la biblioteca Eugenio Trías con este libro de Cabrera Infante.
La Habana para un infante difunto recrea los recuerdos de niñez y adolescencia de un narrador siempre innominado, pero que es fácil identificar con Cabrera Infante ya desde el guiño del título. Más de un elemento de la biografía del narrador coindice con la del autor; incluso alguna descripción física, por ejemplo, al contarnos que le apodaban “el chino” por la forma de sus ojos, aunque, que el supiera, no corría sangre oriental por sus venas. Así que voy a hablar de este libro como si tratase de unas memorias de Cabrera Infante, o al menos así lo he leído yo. El tiempo narrativo abarca dos décadas: concretamente desde 1941, año en que la familia del narrador se instala en La Habana, tras emigrar de un pueblo cubano de la provincia de Oriente (de nuevo, coindicen autor y personaje); hasta 1959, cuando Fidel Castro llega al poder. Aunque este punto final del libro no se cita expresamente, como ocurría con el de partida, el lector siempre lo siente como una barrera natural. De hecho, el narrador evita en casi todo momento hacer comentarios políticos, y sólo he encontrado una referencia directa a Fidel Castro; está en la página 222: “Franqui y yo y varios más dejamos lo que había sido casi una hermandad prefidelista, convertida ahora en una organización pantalla comunista”. Podemos encontrarnos con algún comentario más en el que veladamente se alude a cómo cambió esta o aquella persona después de 1959, pero la intencionalidad del libro no es política; o no lo es si consideramos que no lo es que un escritor exiliado en Londres, que nos mira desde la solapa de libro, emergiendo de algún momento de los años 70, está haciendo latir sobre el papel sus vivencias de la ciudad a la que ya no puede volver: no existe ya La Habana de los años 40 y 50, igual que no existe su niñez y su juventud, pero aquí están sus recuerdos para atestiguarlo todo. Yo no puedo volver allí, parece decirnos, igual que nadie puede quitarme los recuerdos de lo que allí viví. Díganme si esto no es un libro político.
En la primera y segunda página de la novela, el narrador sube una escalera en La Habana, recién llegado del pueblo: “No sólo era mi acceso a esa institución de La Habana pobre, el solar (...), sino que supe que había comenzado lo que sería para mí una educación” (pág. 12).
En la página 14 se nos dan a conocer las intenciones narrativas del libro: “Pero no es de la vida negativa que quiero escribir (aunque introducirá su metafísica en mi felicidad más de una vez), sino de la poca vida positiva que contuvieron esos años de mi adolescencia, comenzada con el ascenso de una escalera de mármol impoluto, de arquitectura en voluta y baranda barroca”. Como vamos a comprobar, no sólo la escalera de mármol era de arquitectura en voluta y baranda barroca, también lo va a ser el estilo narrativo. Un estilo que siempre juega con el lenguaje, que recrea palabras que el adolescente descubre en La Habana y que no existían en el pueblo del que viene, como si el comienzo de su educación en la capital empezara con la adquisición de un nuevo lenguaje para describir una nueva realidad. El lenguaje en muchos casos es creado por el autor cambiando una letra, o unas pocas letras, de una palabra para significar otra cosa por asociación, o se usan palabras que suenan de forma parecida. Entre los juegos de palabras he señalado, por ejemplo, estos: “Camarada sin cama” (pág. 23); “columnas, más toscas que toscanas” (pág. 27); mi pene y yo –socio sucio–” (pág. 47). Las aliteraciones también son frecuentes (“le dio un vuelvo veraz a su voz”, por ejemplo), y las paradojas: “No sé cómo mi timidez se atrevía a tanto: creo que de no haber sido tan tímido no habría sido así de atrevido” (pág. 180).
Además de la exuberancia del lenguaje recordado o inventado, es destacable también el sentido del humor. Más de una vez me he encontrado riendo ante un juego de palabras; y en este sentido el libro es profundamente literario, ya que no nos reímos de las situaciones propuestas, de las interacciones cómicas entre los personajes (aunque esto también abunda en la novela), de lo que podría ser con facilidad transferible a una pantalla de cine, sino de la forma en la que la escena está creada, de la forma de expresarlo, de lo que sólo pueden crear las palabras como arte independiente del cine. En este sentido, en lo irónico y en lo ingenioso de la frase, podríamos hablar de la de Cabrera Infante como de una literatura cervantina. Y esto no deja de ser curioso si conocemos las pasión del autor por el cine: serán muchos los cines que visite el narrador en estas páginas, y su primer trabajo estable será (igual que ocurrió con el autor) el de crítico de cine en una revista. “Mi amor fugaz por las mujeres se alió a mi pasión eterna, el cine” (pág. 126).
La Habana para un infante difunto recorre durante dos décadas el aprendizaje sexual o amoroso del narrador; más o menos desde que tiene doce años hasta que alcanza los treinta. Los capítulos son de muy variada extensión: desde dos páginas hasta más de cien; y existen dos premisas lógicas bajo las que están construidos: o bien se narra todo lo que sucedió (relacionado con el amor y el sexo) en un lugar (o lugares); o bien se narra todo el tiempo que dura una relación con una mujer en concreto.
Creo que el capítulo inicial, titulado La casa de las transfiguraciones, es el más largo del libro; en él la familia del narrador se instala en un solar de La Habana, al que él empezará a llamar “falansterio”. En este edificio de pobres se comparte el baño y casi la vida con los vecinos, puesto que en muchos casos sólo una tela hace de puerta. El narrador nos hará un recorrido por su falansterio al albor de haber tocado un pecho aquí, haber visto unas nalgas allá... Algo parecido ocurrirá más avanzado el libro, cuando ya el protagonista alcance la adolescencia, y sea en la oscuridad de los cines donde pretenda conocer (en sentido bíblico) mujeres, mediante la técnica de sentarse cerca y rozar. Me gustan más, en todo caso, los otros capítulos señalados, aquellos en los que la presencia de una mujer toma la suficiente importancia en la narración como para que el autor nos hable de su relación con ella durante, por ejemplo, cincuenta páginas. La Habana para un infante difunto gana en estos pasajes, porque las memorias de este Don Juanito de La Habana (como se hace llamar con comicidad el narrador a sí mismo, burlándose de su enclenque presencia física) fluyen mejor en el tiempo; y los otros capítulos, como el primero, donde se hablaba de todas las chicas y mujeres del solar, por ejemplo, se hacían algo pesados porque las situaciones se volvían más reiterativas, y al leerlas pensaba que me habría gustado que estas memorias tuviesen una temática más amplia: me habría gustado que la educación recordada fuese más integral, que incluyera una descripción del colegio, de la familia... y no haberse quedado en una mera descripción de momentos más o menos eróticos, que son simpáticos, sin duda, pero que acaban, en algún momento, por hacerse repetitivos.
La Habana para un infante difunto me ha gustado bastante más que Tres tristes tigres (aunque es posible que este sea un libro que debería releer); y pese a que a veces, como ya he comentado, la narración tenía el defecto de hacerse un poco reiterativa en aquellos capítulos que evocaban lugares; y que yo habría deseado leer unas memorias sobre los años 40 y 50 en La Habana que no sólo hablasen de relaciones sexuales o amorosas, también he de decir que en más de una de estas páginas me he emocionado al enfrentarme con los recuerdos de mi propia historia sexual o amorosa, y que si bien no todas las páginas avanzan con la fluidez deseada (en todo caso, debo apuntar que hay aquí capítulos que podrían ser novelas cortas en sí mismas con un ritmo admirable), no se puede negar que el ingenio de Cabrera Infante a la hora de usar (o crear) el lenguaje hace que cada página de este libro contenga más de un hallazgo que celebrar.