LA HERENCIA, parte 1

Por Francescbon @francescbon
- ¿Pudieron ser las drogas, Joan?.- ¿Qué drogas?.- Va: no te hagas el loco. Nos conocemos no hace mucho, ya lo sé, pero no voy a hacerme el modesto contigo. Todo el mundo me conoce, todo el mundo sabe lo que pasé, así que la gente hablará, y, aunque me dé igual, quiero saber.- ¿Qué quieres hacer, responder a la gente cuando te pregunte por qué vas a morirte?- No, no quiero saberlo para responder a la gente. Quiero saberlo para responderle a mi familia. A lo que queda de ella, vamos.- Pues si te vas a quedar más tranquilo, no tienen por qué haber sido las drogas.- Joder con los médicos, qué poco aclaráis cuando no queréis.- Ya estamos. A ver: las drogas no ayudan precisamente a mejorar la salud, chico. Pero de eso a pensar que el tumor te lo hayan causado, yo, honestamente, no diría eso. Lástima: sería una buena foto para una campaña, pero no: no morirás por todo lo que llegaste a meterte.- Vale.- Además cuánto hace que no tomabas nada.- Años. Más de quince o veinte: creo que cuando mis hijos eran niños y ya se enteraban de los colocones. Entonces se acabó. Costó, pero se acabó. Finito.- Pues no creo que tenga nada que ver lo de las drogas. Has enfermado por cualquier otro motivo: genes, o pura mala suerte.- Pues vale. Me voy.- Espera.- Qué.- Darle más vueltas sólo te impedirá disfrutar esas semanas. No lo hagas.
A veces se sentaba y apoyaba las manos con fuerza contra las sienes. Pensaba que eso le quitaba el dolor, lo pensaba ya cuando lo achacaba todo a una migraña porque bebía demasiado café. Ese día volvió a hacerlo, pero, mientras lo hizo, le dio por analizarlo todo. Ponía los pulgares a la altura de los párpados, hacia abajo, y con los otros cuatro dedos intentaba masajear la frente. Apretaba los pulgares contra los ojos como para impedir que entrase el más mínimo haz de luz y a veces pensaba que podía estar así diez minutos, quince, sin llegar a dormirse ni relajarse. Lo volvió a hacer, pero en algún momento el piloto, ese piloto que ya no se apagaría hasta que muriera, pareció indicarle algo.
"No dejes de ver lo que está a tu alrededor"
Él ya sabía que eso pasaría: que la angustia no iba a remitir. Mitigar la angustia. Había sido un especialista en eso toda su puta vida. Con drogas, con sexo, con sesiones de grabación inacabables donde nada parecía encontrar su sitio. Con fiestas, con conciertos, durmiendo en los asientos de los vuelos privados, casi vestido. La actividad había sido su antídoto contra la angustia a lo largo de su vida. El frenesí, su mejor medicina.
"Dentro de unas semanas descansaré"
Levantó algo la vista hasta alcanzar el teléfono y mantuvo el dedo sobre la tecla número 4.
-Dime.-Ven.-No vas a adelantarme nada.-Ven, te he dicho.
Cuando sonó el timbre de la casa, miró el reloj y calculó el rato que había transcurrido, con él absorto, casi inmóvil, tan a solas con sus pensamientos que éstos habían constituido una multitud que le abrumaba. No servía para organizar las cosas, eso lo sabía desde muy joven. Por suerte, también desde muy joven, había dispuesto del dinero suficiente para que otros lo hicieran por él. Les había dado instrucciones claras sobre lo que hacer con todo lo que la discográfica le pagaba por los discos que vendía y los promotores por los conciertos que daba. No quería criados ni servicio ni gente esperando sus caprichos. No quería emplear ese dinero en negocios ni en especular con propiedades. No quería lujos ni ser tildado de superfluo. Quería ayudar a los demás, pero no quería que esa ayuda fuera publicitada, ni que nadie lo supiera. Ya que la gente le daba dinero a cambio de su música, él devolvía el dinero en medio del mayor silencio.
-Como mucho, seis semanas.
Se le quedó mirando, con una expresión de horror contenido que era imposible interpretar del todo: sí, era su abogado y el administrador de sus bienes, pero antes que todo había sido el amigo con el que se juntaba en casa a oír música. El de los primeros porros y las primeras noches de juerga, y también el que había preferido seguir el camino de estudios y carrera antes de escarbar en las simas de uno mismo en busca de talento. Era su álter ego prudente y cauteloso, el contrapeso que le había anclado al suelo hasta en sus épocas más turbias, aquellos últimos 80 de heroína y tatuajes y groupies, los de los discos que habían acunado el mito. Mientras él no era capaz de recordar qué había pasado la noche anterior, Oriol, su amigo del alma, aparecía calladamente y administraba los restos del naufragio. Por eso, por esos 40 años de amistad y de relación, Oriol sabía que justo entonces no iba a llorar, porque eso no estaba en el guión, aunque debería, aunque tampoco sería capaz de aguantar mucho rato.Justo lo haría un rato después, en uno de los rincones del sendero que llevaba hasta la calle, donde había aparcado su coche.
-¿Puedes localizar a mis hijos?.-No será muy complicado: andan los dos metidos en esa especie de carrera, sabes, la Gumball 3000, o algo así.-Madre mía.
Nacho y Álex fueron justo un acto más de su estricto sentido de la justicia, el que había intentado aplicar con todo el mundo menos consigo mismo. Su madre fue sólo una de la multitud de groupies que se colaban en camerinos y en coches y en bares donde le encontraban a él y al resto de la banda. Que habían participado en caóticas y teatrales sesiones de sexo en grupo a las que invitaba hasta a los paparazzis que les seguían. Desnudos, pensaban, no podían llevar cámaras ocultas. Uno de esos paparazzis acabaría convirtiéndose en su tatuador oficial: el que había llenado todo su cuerpo de aquellos dibujos que sus fans imitaban e idolabraban. Así que, todos al lío del sexo y la droga y los amaneceres turbios y confusos. Pero él siempre había abierto los ojos antes de que todos despertaran, como para hacer un inventario y volver a cerrarlos reconfortado por pensar que ese modo de vida no hacía daño a nadie. Todos lo hacían por su voluntad. Todos follarían o se drogarían en cualquier otro lado. Un día, aquella chica apareció y dijo que se había quedado embarazada, que eran gemelos y que su conservadora familia no le permitiría abortar. Él la recordaba, lo comprendió, y decidió intentar hacer de ella la mujer de su vida. No pudo ser, pero lo intentó. Eso también le reconfortaba. Hizo lo que pensaba que tenía que hacer, aguantó unos años, y cuando los niños tuvieron unos seis años, se separaron pacífica y amistosamente. El que no hubiera podido intervenir en la educación de sus hijos más que con su dinero y con su presencia intermitente entre giras y conciertos era otra cuestión. Pero ya había hecho bastante.