La herencia, parte 2

Por Francescbon @francescbon

-¿Para qué queremos ver mundo, si tenemos una playa?-Ver cómo vive la gente que es diferente que vosotros, ampliará vuestra perspectiva. Os hará mejores personas.-Papá: ¿no somos ya buenas personas?, ¿o no lo somos lo bastante para lo que te gustaría?.-No sé: hay algo más importante que la temperatura del agua para bañarse. Pero no sé si habéis llegado a saberlo.
En ese punto, que le era ya muy familiar, todas las discusiones se convertían en un bucle. No era el ADN ni la cuestión genética. Se acordaba siempre de un viejo libro que había leído cuando era joven : Los niños del Brasil, de Ira Levin. No era nada en concreto más que el entorno en que se habían educado lo que conformaba el carácter. Pero resulta que podía ser que esa fuera la última vez que discutieran sobre el tema. Y no sabía decir si tenía ganas de que así fuera. Sabía muy pocas cosas con seguridad. Últimamente, pero lo encontraba muy lógico, adoptaba perspectivas diferentes. Pensaba en su pasado. Se veía en su habitación de hijo único, en casa de sus padres, oyendo discos hasta entrada la madrugada. Veía a su madre entreabriendo la puerta, pidiéndole con complicidad que bajara el volumen. De la época del exceso permanente apenas retenía más que caras y sensaciones de estar en un tanque de flotación. La excitación de la música y el sudor frío antes de salir a los escenarios. La amabilidad de la gente. Los hoteles en las giras. El Jaguar que Oriol le insistió en comprar, porque algún crítico había hablado de presencia felina en el escenario. Los paseos con los niños, metidos en el coche, con ellos poniéndolo todo perdido y él mirando casi avergonzado por haber sucumbido al lujo burgués del vehículo ostentoso. Sabía que su ex-mujer no podía recibir toda la fortuna que había acumulado, casi sin querer, porque le había sido imposible gastar todo el dinero y había renunciado a eso tan socorrido de las fundaciones, porque las consideraba decadentes y sospechosas. Pero sus dos hijos: los que estaban sentados ante él en ese momento, inconscientes aún de la noticia que iban a recibir, entregados a la displicente vida de los que han crecido bien alimentados por cucharas de plata. Él no había podido evitar que su madre, bajo el trauma inducido de ser una mujer separada de un ídolo de masas, hubiera  optado por darles todas las facilidades: habían tenido un paisajista para el jardín, un ama de llaves. Habían sido niños súper ricos que solo tenían falsos amigos. No sabía si había ya tiempo de enmendar. Claro que no lo había.
Las miradas de consternación se mantuvieron justo unos minutos.
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Nos dejó ese imperio, que funcionaba solo. Nos lo dejó, pero quiso hacernos atravesar un trago humillante a cambio de hacerlo. Nunca sabremos por qué lo hizo, si fue una venganza hacia nuestra madre, hacia sí mismo, o un intento desesperado de que mostráramos alguna madurez. No tenemos la culpa de no tener madurez. No sabemos de qué sirve la madurez: siempre hemos pensado que cuando alguien no tiene algo, lo más sencillo es conseguir quien lo tenga. Lo queríamos, sí, pero si él nos puso a prueba con eso, nosotros sólo podíamos pensar en superarla.
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La piel de su padre, desplegada como la de un animal, mostrando los tatuajes que acumulaba y que, decía, eran la obra de arte que no podría sobrevivirle, estaba allí, expuesta, desplegada, disecada sobre un enorme marco protegido por un enorme cristal. Presidía su casa y les recordaba, al principio, la lección que quiso darles. Cuando se acostumbraron a verla cada día, pronto dejaron de prestarle atención.