La hermana del camino: “Boxcar Bertha”, Corman según Scorsese para Cinearchivo

Publicado el 20 diciembre 2011 por Esbilla

Sigo en Cinearchivo con la aportación al especial mensual sobre Martin Scorsese, dividido en dos entregas y abarcando esta primera su filmografía entre 1968 y 1985, de la que fuera su “educación Corman”: Boxcar Bertha.

Especial Scorsese I: recomendados.asp

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*Para el Scorsese de 1972 haber realizado una película como Who’s that Knocking at My Door? (1968) equivalía, en términos industriales, a no haber realizado ninguna. Aquel primer intento, lleno de intuición y verdad urgente filmado bajo la inspiración de John Cassavetes, no era para su futuro como director de cine profesional nada especialmente a favor ni especialmente en contra, un poco más de esto segundo en todo caso, ya que los productores de la costa oeste podían mirar recelosos a un exponente tan puro del estilo neoyorkino. Lo cierto es que su fervor creativo ya le había traicionado en su primera oportunidad de salirse de los circuitos artyLos asesinos de la luna de miel (1970). Una producción de Warren Steibel sobre la crónica negra de finales de los cuarenta que recreaba la sórdida odisea de una grotesca pareja de asesinos. Como el propio director italoamericano declaró, se «creía un artista» y su incapacidad para atenerse a lo ajustado del plan de rodaje, al magro presupuesto y a las directrices generales del proyecto provocaron su fulminante despido a la semana de rodaje, siendo sustituido por el guionista del film, Leonard Kastle, que lo completó en 1970 entregando una obra hoy de culto. Verdadera rareza de perfiles afilados.
   El resultado es que Scorsese regresa brevemente a Nueva York, donde se ocupa de ordenar el kilométrico metraje del film colectivo Street Scenes (1970), un documental político que recogía las protestas contra la intervención USA en Camboya. El resultado es lo suficientemente consistente como para que se le considere un montador de garantías, capaz de solventar problemas complejos (no en vano será el montaje una de las características más poderosas de su cine). Así con amigo Michael Wadleigh lo alistará en el nutrido equipo que registrará el legendario concierto de Woodstock en 1969 (Scorsese será uno de los editores, otra será su luego fiel Thelma Schoonmaker, pero también podrá rodar personalmente la actuación de Sly and The Family Stone), lo cual supondrá su ticket de vuelta a la costa oeste al ser pronto reclutado como montador de otro macrofestival, el Medicine Ball Caravan. De vuelta a Los Angeles recibirá la ayuda incondicional de su ya entonces amigo Brian De Palma, conocerá a Francis Ford Coppola y podrá entrar en contacto con su admirado John Cassavetes quien lo contará incluso para ocuparse de la edición de sonido y
supervisar el montaje de Así habla el amor (1971). Tanta actividad no pasa desapercibida, su buen nombre y sus aptitudes está en los círculos adecuados y un hombre con talento para el talento le dará una oportunidad crucial: Roger Corman.
   Corman había visto Who´s that Knocking at My Door? y le había resultado lo suficientemente llamativa como para retener el nombre del director. Contactó con Scorsese y le ofreció un guió a seis meses vista. Sin hacerse demasiadas ilusiones aceptó. Seis meses después Corman tenía el guión y la producción prometida. Pese a la imagen romántica que esa serie b espiritual y resistente pueda tener lo que al AIP ofrecía no era Jauja. Su sistema era el de un microestudio que replicaba, desde los restos del Poverty Row las maneras industriales del ya muerto Studio System. El director era un asalariado y su creatividad se reducía considerablemente no tanto por tener que amoldarse a un patrón dramático/narrativo a un presupuesto que se ajustó todavía más cuando empezó el rodaje, reducido, al final, a solo veinticuatro días. No podía pasarse ni un céntimo, no debía malgastar un solo día y debía incluir alguna dosis de desnudo más o menos cada quince páginas de guión para garantizar la atención del público, además tenía que colocar las secuencias más llamativas al principio y al final, con libertad para manejarse en el tramo intermedio, para elegir a sus actores y para introducir modificaciones en el guión. El estilo plástico debía de ser reconocible como AIP pero, al igual que en la serie b canónica el director podía buscar los límites.
Todo este conjunto de normas se supeditaban a una mayor: el film al completo dependía de un molde genérico preestablecido por éxitos anteriores. Ajenos, Bonnie & Clyde (1967), y propios, Mamá Sangrienta (1970). Esta obra maestra dirigida por el propio Corman 70 fue la solidificación más vigorosa de su largamente acariciada idea de filmar el cine gangsteril de los años 30, replicando su loca energía, en el presente. Lo había intentado años antes, en 1958, con Machine Gun Kelly (durante un breve periodo de tiempo directores como Don Siegel con Baby Face Nelson o Bud Boetticher con la formidable La ley del hampa experimentaron con una idea gemela) y también tras el éxito del film de Arthur Penn con otro título superlativo, La matanza del día de San Valentín. Ahora, desde finales de los 60, definitivamente lo retro había vuelto. Mama sangrienta había sido un gran éxito, El Padrino había renovado a lo grande el cine de gangsters y la coyuntura era perfecta para que cristalizase esa visión de la época de la Gran Depresión, de los rogues y lo outlaws, de ese panteón, extraño, violento y fascínate, de mitos americanos fuera de la ley. En pocos años la American International Pictures inundará el mercado con sus versiones —y no solo ellos, Richard Quine firmará en el 70 El infierno del Whisky, Robert Aldrich aportará la feroz La banda de los Grissom en 1971, una de sus obras maestras, Robert Altman su relectura desmitificadora del manifiesto romántico de Nicholas Ray They live by night (1947) con Thieves Like Us en 1974; el mismo año de la sinuosa Chinatown de Roman Polanski y uno antes del Adiós, muñeca de Dick Richards— de forajidos reales o inventados dentro de una lógica (industrial, narrativa y estética) que incide el retrato, entre descarnado e intempestivo, entre erotizado y ácido, de los tiempos y leyendas de una época a al cual pretende, al tiempo, presentarla con un áspero verismo y manteniendo cierta fascinación, algo del hechizo de al vida al margen de la ley. Todo dentro de una formulación urgente, una inmediatez opuesta al decorativismo de, por ejemplo, la hipervalorada Bonnie & Clyde, una estructura impresionista, siempre más deshilachada que elíptica. Obras mayores como Dillinger (1973) o la mencionada Mama sangrienta son excepcionales dentro de un panorama que se acoge, sin pudor, al exploit más sandunguero sin mayores miras que animar los programas dobles (Boxcar Bertha compartió premiere con la bien poco destacada 1000 convicts and a woman, una importación británica de Corman dirigida por Ray Austin en 1971), ejemplo perfecto de lo cual es la frescachona Una mamá sin freno, rodada por Steve Carver en 1974 a mayor gloria de una sexual Angie Dickinson lanzada a la carretera y al crimen en compañía de sus nada mojigatas hijas. En esas está Scorsese.
   Corman le ofrece lo que buscaba: aprendizaje del oficio, rodar bajo una responsabilidad inmediata. Escarmentado de la experiencia con The Honeymoon Killers se cubre las espaldas diseñando minuciosos storyboards y cumpliendo a rajatabla los mandamientos de una cinta que nace, como otras, de una figura real de ese imaginario popular americano:  Boxcar Bertha Thompson, la cual recogió sus experiencias en la biografía dictada (la redactó el sociólogo Ben Reitman) Sister of the road. El resultado de la película es, por fuerza, menor. Pobretona y desvencijada. Sus localizaciones, que parecen siempre las mismas (lo parecen porque lo son), no dan un aire de abstracción y pérdida como pretende algún exégeta scorsesiano, sino que delatan la naturaleza del invento, su realidad de subproducto. Todo lo cual no significa que sea una mala película. A su modo es incluso buena porque cumple lo que promete y además su director es capaz de filtrar (contrabandear en su propio vocabulario) detalles distintivos que dan, vista hoy, la sensación de un trabajo de intuiciones, de apuntes.
Aparece la simbología católica —diálogos entre diferentes personajes o, por supuesto el poderoso cierre con Big Bill Shelley crucificado al vagón de un tren con Bertha corriendo junto a él. Todo encuadrado en un plano cenital que unido a la misma presencia de la excelente Barbara Hershey parecen remitir  a la futura La última tentación de Cristo (1988); aunque en la presente las intenciones no vayan mucho más allá del shock estético que produce una solución tan contundente como, incluso, hermosa—. Aparece, aunque sea entrecortado, su vibrante sentido del montaje (esos planos de acercamiento en los que el movimiento no se realiza mediante travelling sino mediante montaje directo, o cortes abruptos que recogen distintos detalles de la escenografía o que de modo seco y elíptico presentan la acción. Recurso este que Scorsese aprende del cult classic de Irving Lerner, Murder by contract (1965), una rareza que se cuenta entre las favoritas del autor—. También lo hace la personal representación/valoración de la violencia —el brutal tiroteo final es lo más explícito pero no hay menos violencia en algunos enfrentamientos verbales que tienen el soniquete repetitivo y crispante de hallazgos inmediatamente posteriores—.  De igual manera, y visto desde el presente, esta incursión en los años 30 puede leerse como un jalón en esa reconstrucción motopoética e historicista del pasado de Norteamérica que atraviesa al carrera del director. A la vez cartógrafo de su presente, Malas Calles (1973) y memorialista del pasado más o menos remoto con especial hincapié en la construcción de la sociedad y las comunidades a través de la violencia. Un elemento presente en Toro salvaje (1980), en Uno de los nuestros (1990), que abarca desde los 50 hasta su presente en 1990, en Casino (1995), que reconstruye los 60, 70 y 80 en las Vegas, la minusvalorada pero reveladora Gangs of New York (2002) con el albor del siglo XX (y que además ejerce de contrafigura de «clase» de la extraordinaria La edad de la inocencia (1993), donde las violencias son más sutiles y menos sangrientas) y que tiene una coherente ampliación por otros medios en ese monumental fresco histórico que estás siendo Boardwalk Empire. Serie de la HBO escrita y gobernada por Terrence Winter, pero donde Scorsese ejerce de productor ejecutivo, inspirador y director del musculoso episodio piloto. Donde se permite el regreso, artesanal y dentro además de similares limitaciones de metraje, días y presupuesto, a una suerte de serie b que de modo análogo a Roger Corman en los títulos mencionados, recupera el estilo frenético y directo de los títulos de los 30 pero con un tratamiento de hoy.
Pero tampoco es justo que Boxcar Bertha sea vista exclusivamente como borrador. La película es válida, hasta cierto punto, por si misma y es mediocre, también hasta cierto punto, por si misma y no por su mayor o menor relación con la carrera de su director, que tampoco es al completo su responsable. Las arritmias son notorias, las torpezas de planificación también. Acierta en especial en la captación de la historia de amor, a retazos, de Bertha y Big Bill, a lo cual ayuda la sensualidad inconsciente de una Barbara Hershey irresistible y la química que establece con David Carradine (por si fuera poco eran pareja en el momente, lo cual aporta una cálida intimidad a sus escenas) pero el conflicto político/social queda desdibujado por un exceso de elementos. En algún momento los personajes se preguntan como han pasado de sindicalistas comprometidos a ladrones ordinarios, pero también el espectador puede preguntarse, lícitamente, como un grupo tan heterogéneo (un socialista, un judío neoyorkino, un negro del sur y una jovencita ingenua) más representativo de los coletazos del hippismo que de la realidad histórica de los 30), a excepción de Big Bill que se nos presenta como un político entregado a la acción desde un primer momento, llegó siquiera a la lucha sindical contra el capitalismo representado por el tren y por ese Sartorius, genialmente encarnado por el gran John Carradine, quien ejerce de compendio de los hombres hechos a si mismos, a costa de lo que sea, que dominan América.
   Hay, por tanto, una promiscuidad genérica, del libertarismo on the road, al film de gangsters romántico, de la crónica a la denuncia social y de ahí al western desubicado, que le permite jugar con multitud de referentes, del Wild Boys of the Road (1933) de William A. Wellman a They Live By Night de Ray o incluso el desesperado Sólo se vive una vez (1937) de Fritz Lang o El demonio de las armas (1949) de Joseph H. Lewis, pero que derivan en imprecisión. Dejando en apuntes la mayoría de aspectos que deberían haber enriquecido al personajes central. Ejemplar resulta el desperdicio, por su brevedad, del episodio en la casa de putas que se inicia, además, con uno de los mejores instantes del film: Bertha, ya sola a estas alturas del metraje, es auxiliada en la calle por una mujer madura que al conduce tiernamente a una casa. Al entrar se da cuenta de inmediato de a donde la han llevado. Su primer instinto es darse al vuelta y largarse. Justo al llega a la puerta se detiene. Lo piensa un momento y llega a la conclusión de que lo otro es peor. Se da la vuelta y camina hacia el interior del salón. Es un gesto, simultáneo, de derrota y madurez, donde el pragmatismo de la supervivencia se impone al idealismo del camino. Pero el conjunto ofrece una Bertha como joven desorientada y luchadora pero constantemente supeditada a otros personajes masculinos que la amparan, conducen e incluso la enmarcan, ya que el film se abre y se cierra con las muertes de las figuras masculinas más significativas para la heroína: su padre y su amante. Ambos presentes en al primera secuencia y ambos víctimas, además, de un sistema socioeconómico brutal.•