La hija de Robert Poste

Publicado el 05 abril 2010 por Santosdominguez @LecturaLectores

Stella Gibbons.
La hija de Robert Poste.
Traducción de José C. Vales.
Impedimenta. Madrid, 2010.
La tarea civilizadora de una mujer moderna trasplantada a lo más profundo de la Inglaterra rural y profunda es el eje argumental de La hija de Robert Poste, una novela de Stella Gibbons (1902-1989) que publica Impedimenta y que el Sunday Times calificó como “la novela más divertida jamás escrita.”
Una novela en la que la vocación modernizadora de la joven Flora Poste se consagra a la regeneración de los Starkadder, los parientes rústicos que la acogen en su orfandad en la granja de Cold Comfort Farm. Porque ese - Cold Comfort Farm- es el título original de la novela y así se titula la muy recomendable adaptación cinematográfica que se hizo de esta novela en 1995.
El traslado al campo supone para esa joven refinada un cambio de ambiente brutal. Es una vuelta a una vida sin electricidad, a una sexualidad primitiva, a un mundo radicalmente distinto de aquel en que había sido educada y de la sofisticación en que se había desenvuelto.
Y a partir de ese momento, se produce un choque de mundos y perspectivas, se enfrentan el campo y la ciudad, lo antiguo y lo moderno, lo masculino y lo femenino, la anticipación futurista y las tradiciones en una sucesión de situaciones, en una galería de personajes menores e inolvidables en los que Stella Gibbons proyectó su agudeza satírica, su voluntad paródica y el deseo de venganza hacia su padre, un médico suburbial, alcohólico y misógino.
La suma de lo clásico y lo popular que caracteriza el enfoque narrativo de esta novela tiene su antecedente canónico en Dickens y en Shakespeare y en un tono antipatético y desenfadado que se anuncia ya en la cita inicial, tomada del Mansfield Park de Jane Austen, otra de las referencias que resuenan en el libro:
Que otras páginas se ocupen de la culpa y las desgracias.
Stella Gibbons la escribió con soltura y optimismo en poco más de un año, entre enero de 1931 y febrero de 1932, con la frescura estilística y la fluidez del oficio que le había dado su trabajo periodístico. De esa soltura de su prosa trata el irónico prefacio en el que la autora se burla de un engolado estilista y se disculpa con sorna por la pobreza de su estilo directo y periodístico.
Para rematar esa ironía y proyectarla en los críticos literarios, Stella Gibbons escribe párrafos precedidos de uno, dos o tres asteriscos orientadores, según el nivel, como hacía Baedecker cuando clasificaba las catedrales, los hoteles o la pintura de los museos.
Con esa misma fluidez y con esa misma frescura se sigue leyendo hoy este long seller que no se había publicado hasta ahora en España.
La dificultad de traducir una obra como esta radica en la sutileza del humor, en el matiz de un tono que es difícil de captar por quien no sea nativo. Y aún más difícil de transmitir en otra lengua. Ese es el mérito fundamental de la espléndida traducción de José C. Vales, que acreditó su buen hacer en la edición de Las torres de Barchester, de Anthony Trollope y muy recientemente en la traducción de La hija del optimista, de Eudora Welty en esta misma editorial.
Santos Domínguez