La hija del optimista - Eudora Welty

Publicado el 16 mayo 2022 por Elpajaroverde
"-Vi a un hombre... vi a un hombre que iba disfrazado como de esqueleto, y su chica iba con un vestido largo y blanco, con serpientes en vez de pelo, ¡sujetando un ramo de azucenas...! ¡Bajando la escalera de una casa, así salían...! -Entonces volvió a echarse a llorar, poniendo toda la añoranza, o toda la ira de toda una vida en su voz y a un tiempo-. ¿Es eso el carnaval?"

Eso es el carnaval. Es un recordatorio de la vida. Con sus excesos. Con sus miserias, también. Con todo lo que de grotesco tiene.

Es carnaval en Nueva Orleans cuando Fay regresa al hotel en el que se aloja. En el hospital ha dejado a su marido recién fallecido. No ha de ser agradable encontrarse con alguien disfrazado de esqueleto en tales circunstancias, pero no puedo evitar pensar en lo metafórico que me resultan los atuendos de esa pareja que desciende por las escaleras de esa casa: él, cual si fuera un cadáver andante que volviera de ultratumba o que se resistiera a dirigirse allí, disfrutando, quizás, de unas últimas horas de exaltación a la vida antes de partir para siempre a su fría morada; ella, cual novia radiante de falsa pureza y cabellera admonitoria y despiadada, sujetando un ramo de azucenas cuyo aroma se me antoja con notas de putrefacción.

Fay no regresa sola al hotel. La acompaña la protagonista de esta novela, Laurel, su hijastra, la hija del hombre que yace inerte en el hospital, la hija de ese optimista que da título al libro que os traigo hoy. Calificar al juez McKelva de optimista, sin embargo, no sé si es algo muy acertado. Se me ocurre que ser optimista es a veces como recorrer un camino que comienza en la ingenuidad, transita por la resignación y conformidad, y culmina en una especie de claudicación paralizante teñida de confusión e impotencia.

Cuando comienza la novela, Laurel, Fay y el juez McKelva están entrando en la consulta que el doctor Courtland tiene en Nueva Orleans. El septuagenario lleva varios días notando una molestia en un ojo y ha querido viajar allí desde Mount Salus, en Mississippi, porque conoce al doctor Courtland y a su familia de toda la vida y confía en él. Laurel decidió a última hora hacer lo propio desde Chicago, donde reside. Algo en la voz de su padre y en su manera de expresarse al comunicarle la noticia la alertó y le causó inquietud. Esa percepción de extrañeza en el comportamiento paterno continuará acompañándola durante toda la estancia de este en el hospital hasta su deceso, pues "su padre parecía por primera vez -al menos por lo que ella recordaba- un hombre capaz de admitir una mínima incertidumbre en su futuro" , su padre, al contrario de como he descrito al hombre disfrazado de esqueleto, parecía no aferrarse a la vida.

Tras el fallecimiento del juez McKelva, hija y viuda retornan a Mount Salus con el cadáver. Allí las esperan vecinos y amigos para arroparlas, especialmente a Laurel, pues todos guardan un afectuoso recuerdo de Betty, su madre, y son muchos los que consideran que Fay, unos años menor que su hijastra, tan solo se ha casado con el juez McKelva para medrar. Su carácter insufrible y egoísta no causa simpatías ni en el resto de personajes de esta novela ni en sus lectores. Estos últimos seremos testigos, por obra y gracia de la aguda pluma de Eudora Welty, de la opresión bienintencionada de los lugares pequeños en los que todo el mundo se conoce. Además, durante el funeral del juez McKelva, viviremos situaciones que rayan en el esperpento y que tan solo nos sujetan la sonrisa de asomar a los labios por el patetismo que desprenden. "Allí, desamparado y en su propia casa, entre la gente que había conocido y que lo conocía desde hacía tanto tiempo, a Laurel le pareció que su padre se encontraba en ese momento en el punto más vulnerable de su existencia". Allí, desamparada en la casa que tanto amparo supuso para ella en una infancia arropada por sus padres, cuando se quede sola tras concluir el funeral, Laurel se enfrentará a los recuerdos y a los fantasmas del presente y del pasado.

No sé qué esperaba encontrar en esta novela. No sé qué esperaba encontrar en la literatura de Eudora Welty. Me acerqué a ella por curiosidad, tal vez por una especie de intento por hacerle justicia o rendirle tributo: ella, la hermana pequeña entre los grandes nombres de la literatura sureña, nombrada habitualmente junto a autores como William Faulkner, Carson McCullers o Flannery O'Connor, pero a su vez tan olvidada y desconocida. No sé qué esperaba encontrar pero algo he encontrado, probablemente más de lo que ahora mismo soy consciente (de hecho, ya he encontrado más que cuando he terminado su lectura, y al terminarla ya había encontrado más de lo que creía cuando la estaba leyendo).

El inconfundible ambiente sureño está ahí. Explota durante el funeral del juez McKelva, pero ya había dado sus conatos durante la estancia del mismo en el hospital y empezado a burbujear en la sala de espera. Los diálogos son magníficos, con réplicas ingeniosas. La prosa es sencilla pero esconde mucha profundidad y no está exenta de alguna que otra bella metáfora (para aquel que la quiera ver o descifrar) como la del pájaro que tanto perturba a Laurel cuando se encuentra sola en la casa de sus padres.

Es en esa casa donde también estalla el duelo entre Laurel y Fay. La flamante esposa del juez McKelva siente como una afrenta cualquier cosa que le recuerde a la primera mujer de su marido, "pero la rivalidad no reside donde cree Fay. La rivalidad no existe entre los vivos y los muertos, o entre la esposa antigua y la nueva; la rivalidad se crea entre el amor y la ausencia de amor. No hay rivalidad más amarga". Aunque tal vez Fay sí sea consciente de esto y tal vez por ello, como dice uno de los personajes de esta novela, "su resentimiento es de nacimiento ".

El duelo entre Laurel y Fay no es sino un duelo entre diferentes maneras de ver la vida, y por mucho que me encuentre más cerca de la manera de sentir de Laurel y que en algún momento Fay me haya dado pena -aunque no haya hecho nada para merecer mi compasión- no he podido evitar sentir que ambas aciertan en su posicionamiento a la vez que yerran. Fay es "una persona cuya propia vida no le había enseñado a albergar sentimientos" y que "no poseía en su interior la fuerza de la pasión o de la imaginación, y no tenía modo de apreciarla o de obtenerla de los demás. Los demás, con sus vidas, seguramente también eran invisibles para ella. Para encontrarlos, ella sólo podía arremeter contra ellos armada con sus pequeños puños y dar manotazos al azar, o escupir con aquella pequeña boca suya. No podía luchar contra una persona sensible del mismo modo que jamás podría amarla". Pero Fay, a su modo, sabe luchar de una manera de la que Laurel es incapaz. Laurel, como buena hija de optimista, en su cualidad de persona sensible tal vez está vencida de antemano. Allí, sola, en la casa, recuerda su infancia y el pasado de sus padres. Recuerda las palomas de su abuela, cómo esta la instaba a que las alimentara de su mano y ella reusaba atemorizada. Había visto el comportamiento despiadado entre las aves, sus peleas hiriéndose a picotazos, haciéndose vomitar y tragándose lo vomitado. "Así que cuando las palomas volaban bajo, ella corría a colocarse detrás de la falda de su abuela, que era larga y negra, pero su abuela siempre le decía: "¡Pero si sólo tienen hambre, como nosotros!"" Como ellas. Aunque sus hambres sean distintas, Laurel y Fay solo tienen hambre.

Laurel es viuda. A su madre ya la ha perdido y ahora es su padre quien se ha ido. Alguna vecina se congratula porque ya no tiene a nadie más a quien perder. Para Fay, en cambio, este hecho será un arma arrojadiza. Y es que, más que un libro sobre diferentes maneras de ver la vida, La hija del optimista es una novela sobre la pérdida de los seres queridos y la conciliación con los recuerdos.

"Lloró por lo que le ocurría a la vida", leo en esta novela. Que la vida suceda es el fin del optimismo, pienso ahora que vuelvo sobre esta frase. Cuando la vida se interrumpe, cuando dejan de ocurrirle cosas, todo es perfecto. "El amor se había encerrado en su perfección y allí se había quedado", "sin que nadie enturbiara aquella antigua perfección y sin que ésta pudiera enturbiar nada ya". "El pasado es [...] insensible, y jamás podrá despertar. Es el recuerdo lo que actúa como un sonámbulo. Regresará con sus heridas abiertas desde cualquier rincón del mundo, [...], llamándonos por nuestros nombres y exigiéndonos esas lágrimas a las que tienen derecho".

Es desde ese rincón del mundo que es la casa de Mount Salus en la que Laurel pasó su infancia que regresan los recuerdos a exigirle sus lágrimas. La hija del optimista es una novela melancólica, sí, por eso ni en sus momentos más icónicos me he permitido un esbozo de sonrisa. Pero también es una novela, no voy a decir optimista, pero sí con cierto escape a la esperanza, pues solo aquel que ahonda en sus recuerdos y se enfrenta a su pasado es capaz de abrirse a recibir lo que le ocurre a la vida, lo cual no deja de ser una manera muy digna de luchar.

""Pero es razonable que tengamos que cargar con la culpa de sobrevivir a aquellos que amamos", pensó. Lo mínimo que podemos hacer por ellos es sobrevivir. La idea de morir no es más extraña que la idea de vivir. Pero sobrevivir a alguien es quizás la idea más extraña de todas".

Introducción de Félix Romeo

Nº de páginas: 978-84-937110-5-4

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