La hija del panadero, eso es lo que siempre había sido y lo que siempre había querido dejar de ser. Nunca nadie la llamaba por su nombre: Carolina. Era obvio que tenía que abandonar el pueblo para poder ser ella misma, y ella quería ser guerrera, quería la gloria que obtenían los muchachos cuando iban a la guerra.
Así que aquella mañana, empacó todo el pan recién horneado, algunos bollos y la tarta del día anterior y se llevó el único caballo que tenía su padre. Era cierto que lo dejaba solo, pero a él le gustaba estar así, solo con su horno, cubierto de harina y amasando.
Se alejó al galope, porque siempre había soñado con correr sobre un caballo, con el pelo al viento… pero la montura era vieja. Apenas salió del pueblo, redujo a velocidad de trote y se dedicó a soñar con todas las aventuras que le esperaban.
La guerra, la que fuera, estaba siempre cerca, por lo que no le fue difícil encontrar un grupo de soldados. Entre miradas apreciativas y algún que otro silbido, se acercó al oficial de más alto rango.
—Quiero enlistarme.
El hombre la miró de arriba abajo.
—Siembre hacen falta chicas en la cocina, ¿qué experiencia…?
—No, en la cocina, no —Carolina hizo una mueca.
El hombre frunció los labios.
—Bueno, eres un poco joven, pero… —se encogió de hombros—, el grupo que sigue al ejército está por allí.
—¿Grupo? ¿Qué grupo?
—El de las… mujeres de servicio.
Carolina enrojeció hasta el cuello.
—No…no… yo… no soy… —tomó aire—, quiero enlistarme como soldado.
El oficial estalló en una carcajada que atrajo la mirada de varios hombres. Carolina apretó los labios y soportó con estoicismo hasta que las risas acabaron.
—Puedo ser útil.
—Sí —dijo el soldado—, como cocinera… o en la cama.
Ella enrojeció aún más.
—Como soldado.
—Vete, niña, antes de que te lastimes.
El hombre se desentendió de ella y los demás la ignoraron. Carolina vagó por el campamento, buscando una forma de colarse. Finalmente, tuvo que aceptar que la única, y mejor, forma era entrando a trabajar en la cocina. Cuando volvió a enrolarse, había otro oficial, que la anotó con desgana.
Carolina pasó los siguientes días entre ollas, aprovechando cada minuto libre para observar los entrenamientos. Al principio se reían de ella, pero pronto dejaron de prestarle atención.
Una mañana, antes del amanecer, escuchó que estaban levantando campamento.
—¿Qué sucede? —preguntó a uno de sus compañeros de cocina.
—Van a algún enfrentamiento, nosotros iremos detrás, en un rato.
Carolina se dispuso al momento. Entre los preparativos apresurados, aprovechó para colarse. Poco después cabalgaba hacia su primer combate, al que le seguiría la gloria. Sonrió debajo del yelmo que le cubría la cara por completo.
El otro ejército era enorme y envolvía el horizonte de punta a punta. Carolina se mantuvo firme y galopó con el resto de las fuerzas. No fue capaz de levantar la espada, por más que lo intentó. Cayó poco después, y quedó olvidada en el piso.
Horas después, cuando los sobrevivientes recorrían en busca de heridos, la encontraron a ella…, aferrada a la pierna de otra persona. El hombre había caído al suelo y se había roto el cuello.
—Quién lo diría —dijo el oficial—, al final resulta que fue la chica quien abatió al general enemigo .
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