Jimmie bebe para celebrar algo, porque todos los días son iguales, por nervios, porque es divertido.
Ahh... Gail Russell, que estás en los cielos...
Su mujer intenta ayudarle pero acaba aceptando su condición e incluyéndola en su rutina (extraordinario el momento en que le quita los zapatos mientras duerme en un sillón y le echa por encima una manta como quien tapa un fardo), no obstante la degradación es imparable, inevitable.
Jimmie empieza metiendo la pata en fiestas, algunos aún se reían, pero termina topando con timadores que lo engañan y le hacen perder su dinero de la forma más estúpida. Todo está dado por Griffith sin agotar el efecto dramático, cortando la reverberación del mismo en cuanto resulta obvio. Así, cuando su hija lo encuentra en la calle y lo sigue hasta un edificio abandonado donde ha ido a ahorcarse, Jimmie, paranoico, en delirium tremens probablemente, intenta pegarle. En ese instante, Griffith corta a un (sublime) travelling de su mujer corriendo por la calle en su busca. Cuando llega, él se derrumba por agotamiento pero sin haberla visto ni escuchado. Es un momento digno de "Akasen chitai".
La fotografía de Joseph Ruttenberg es contrastada y tan seca como la Ley que pudrió el país esos años.