La historia de un suicidio que se pudo evitar en Tussam

Publicado el 01 junio 2010 por Jackdaniels

Enrique era conductor de Tussam, como tantos otros. Un día, un tipo agresivo se le plantó delante del autobús e impidió que continuara la marcha. Acto seguido, el individuo le agredió y le partió las gafas. Era el año 1997, corrían no precisamente buenos tiempos para los conductores de la empresa municipal de transportes de Sevilla.

Aquel altercado provocó en Enrique una crisis nerviosa que le causaba un pánico terrible si se tenía que enfrentar al hecho de coger un autobús y salir a la calle a transportar viajeros. Por eso solicitó que se le trasladara a otro puesto de trabajo donde no tuviese que estar en contacto con el público. Para cualquier cosa en la vida, por más insignificante que sea, hay que valer. No hay nadie que valga absolutamente para todo, eso es producto de la psicología-ficción.

Durante los tres años siguientes soportó la fobia a su trabajo combinando los períodos de baja laboral con la actividad, aguantando en su puesto hasta que ya no podía más y tenía que acudir al médico.

En junio de 2000, Enrique fue trasladado a cocheras, a la sección de limpieza y repostado, donde pasó a prestar servicio en turno de noche. Allí recondujo su vida como pudo, con unas expectativas nuevas y rodeado de compañeros que le querían. El ánimo fue recuperando su cauce poco a poco y su existencia recobró la normalidad antigua, la que había disfrutado hasta el momento en que aquel tipo se plantó ante el autobús que conducía.

Pasaron tres años durante los cuales se podía afirmar que Enrique recobró por completo su felicidad. Todo transcurría a pedir de boca y estaba plenamente integrado en su puesto de trabajo, tanto que no se hubiera movido de allí por nada del mundo.

La normalidad estalló un fatídico 17 de septiembre de 2003, día en que la empresa, de manera arbitraria y son motivo aparente alguno, decidió incluirlo en una lista de gente que pasaba de nuevo a desempeñar su cometido de conductor en las líneas.

Cuando conoció la noticia, Enrique se quedó como petrificado. Aquella noche fue incapaz de concluir la jornada por el abatimiento y se marchó a casa antes de tiempo. Los propios compañeros le aconsejaron que se diera de baja.

A la mañana siguiente intentó ponerse en contacto con los servicios médicos de la empresa, seguramente para tratar de convencerlos de que aquel cambio de nuevo al infierno no lo soportaría, que ya lo había pasado bastante mal, que era superior a él y que volverían de nuevo las crisis nerviosas. Quién sabe lo que Enrique les hubiera dicho a los médicos de la empresa si hubiera podido hablar con ellos. Pero no pudo.

Nadie habló con él sobre cómo le afectaría el cambio, nadie le preguntó si había superado su fobia, si estaba en condiciones de enfrentarse de nuevo a lo que había provocado su traslado. Tampoco los servicios médicos de la empresa, que tenían en su poder el historial médico completo, lo reconocieron para comprobar si estaba apto para reincorporarse a su antiguo puesto de trabajo. Como si no fuese un ser humano, sino un simple número con el que se hace y se deshace a su antojo. Al más puro estilo Arizaga, el que implantó en la empresa desde el mismo momento en que llegó.

Al día siguiente por la tarde, el compañero con el que cada día se iba al trabajo fue a su casa a recogerlo. Llamó repetidas veces a la puerta sin obtener respuesta alguna y permaneció allí, extrañado, hasta que llegó la esposa de Enrique y abrió la puerta.

Cuando entraron, se toparon con una nota que venía a decirles que no entraran y que llamaran a la policía, continuaron unos metros más adelante, hacia otra dependencia de la casa y descubrieron su cuerpo sin vida colgado de una viga por el cuello. Era padre de una hija y todavía no había alcanzado los cuarenta años.

Hoy, más de siete años después y tras un largo y penoso proceso judicial, la justicia ha declarado accidente laboral su suicidio, argumentando que la situación emocional determinante de aquella decisión se encontraba directamente relacionada con la situación laboral del trabajador. A Enrique no le servirá de nada. Probablemente a su esposa y a su hija tampoco, deseosas como estarán por superar de una vez esta tragedia.

Pero a algunos que van por ahí disponiendo de las vidas de los demás como si fueran juguetes, a esos que se creen por encima del bien y del mal y que pueden pisotear a los seres humanos porque nadie les va pedir nunca que rindan cuentas, a esos debería de servirle al menos para que se les caiga la cara de vergüenza.

Y que cuando miren a los ojos a sus hijos, si tienen el valor necesario, sean capaces de confesarles que una vez tuvieron en sus manos la vida de un hombre, de un ser humano, y que no supieron conservarla por la altanería mezquina de la soberbia, del aquí se hace lo que yo digo y punto.