en la madrileña calle de San Roque se alza el convento de San Plácido, fundado por doña Teresa Valle de la Cerda en 1623. Antes de tomar los hábitos, la buena señora había mantenido relaciones amorosas con don Jerónimo de Villanueva, protonotario del reino y amigo personal de Felipe IV. Tras recibir de súbito la llamada divina, doña Teresa logró convencer a su antiguo prometido para que cediera un inmueble adyacente a su palacio, donde instaló un convento de monjas benedictinas. De este modo, don Jerónimo acabó viviendo al lado de doña Teresa, separado de ella tan solo por un muro y por las más severas prohibiciones del catolicismo.
don Jerónimo visitaba con frecuencia a las monjas de San Plácido, que eran sus protegidas. Un día como otro cualquiera observó a través de las celosías del locutorio la belleza de una de las hermanas, llamada sor Margarita. Lo comentó con el rey y al domingo siguiente pudo éste también comprobarlo durante la correspondiente visita, despertándose así en el monarca un ardiente deseo por la monja.
sabiendo que palacio y convento se hallaban pared por medio, Felipe IV exigió a Villanueva que abriera un acceso que le permitiera entrar en la celda de sor Margarita. Don Jerónimo, viéndose en un aprieto ―ya que no podía negarse al capricho real―, le comunicó a la priora las intenciones del rey. Doña Teresa, tras escucharle en silencio, le indica que cumpla la orden y añade enigmática: «Dios proveerá.»
dicho y hecho. La perforación se lleva a cabo con la mayor diligencia posible, y una vez terminada se informa al rey. Eran las once de la noche cuando el monarca atravesó el paso y penetró en el convento, dirigiéndose directamente a la celda de sor Margarita. Al abrir la puerta, su sorpresa fue grande: allí estaba la monja, inerte en un ataúd, amortajada y rodeada de blancos almohadones entre los rezos de sus compañeras. Don Felipe, aterrorizado, hizo la promesa de regalar al convento, en acto de desagravio, un cuadro que representara a Cristo obra de su pintor de cámara, Diego Velázquez, así como un reloj que tocaría a muerte cada cuarto de hora.
la treta de la priora dio resultado sólo por el momento, pues el monarca no tardó en descubrir el engaño. Tornó al convento y tomó lo que quiso. Se descubrió la profanación e intervino el Santo Oficio. Como éste no se atrevió a proceder contra el rey, descargó su indignación en Villanueva, que fue aprehendido.
El preso apeló al conde-duque, ya que todo se había hecho con conocimiento y anuencia de Olivares. El valido fue tajante. Llamó al inquisidor general y le dio a escoger: o una pensión de 1.700 ducados y el retiro en Córdoba para siempre a cambio de su espontánea dimisión, o le quitaba los beneficios eclesiásticos y le desterraba de España. El inquisidor aceptó la primera propuesta, advirtiendo que el proceso iba ya camino de Roma, llevado por el escribano Alfonso de Paredes. Se detuvo a Paredes cuando arribó a Génova y se recuperó el expediente, que fue quemado en la cámara real en presencia del monarca. Paredes dio con sus huesos en la cárcel y Villanueva fue liberado, aunque se le impuso la pena de prisión privada, la obligación de ayunar todos los viernes y la de no volver a pisar el convento de San Plácido, pero sí otorgarle un cuantioso donativo.
ronronea: claudia