He terminado de leer, en apenas dos tardes, La historia del señor Sommer, de Patrick Süskind, traducida por Ana María de la Fuente; y la impresión que ha dejado en mí ha sido tan agradable como paradójica. Al principio, me dejé llevar por el tono casi humorístico con el que el escritor bávaro aborda su relato: un niño, asombrado con la figura casi legendaria del señor Sommer (que hasta la página 131 no tiene nombre completo: Maximilian Ernst Ägidius Sommer), un infatigable andarín que no se detiene en casa más que para tomar algún escaso alimento y continuar su caminata, da igual que sea verano que invierno, da igual que luzca el sol o que llueva. Nadie sabe a ciencia cierta por qué emplea catorce horas diarias en subir y bajar colinas, recorrer campos, dar vueltas al lago o viajar al pueblo vecino. No se le conoce trabajo alguno. No se le conocen amistades. Se dice que su afán andariego puede estar ocasionado por la claustrofobia o por un tipo de trastorno similar, pero es imposible corroborarlo, porque responde con monosílabos o frases frías a quien se dirige a él. Durante años, el niño nos cuenta la historia de sus avistamientos del señor Sommer, al que observa desde cerca y desde lejos (incluso una vez desde lo alto de un gigantesco árbol).
Pero esta crónica, que se podría quedar en la narración asombrada de un niño, gira inesperadamente en las páginas finales, cuando observa al señor Sommer en un entorno inesperado y realizando una acción que le produce perplejidad. Ahí, el lector (o sea, yo) traga saliva, porque descubre un pliegue tristísimo en la vida del Alemán Errante (permítaseme la broma).
Me ahorraré la descripción de ese último paseo, pero les aseguro que provoca un escalofrío en la espalda.
Süskind, al que leí con interés en El perfume y con curiosidad en La paloma y en El contrabajo, compone aquí unas hermosas páginas que me ha gustado tener ante mis ojos.