La historia personal de Claudia.
Siempre fui una niña solitaria, desde muy pequeña me gustó tener mi espacio personal y refugiarme en mi misma. Solo me relacionaba con otros niños en el colegio, y a pesar de eso, nunca tuve problemas para socializar. Al contrario, lograba hacer amigos con facilidad. Cuando empecé a crecer, la soledad me estalló en la cara cual burbuja: hasta mis trece años solo había sido yo, Claudia esto, Claudia lo otro, Claudia todo.
Recuerdo que solía pedir un hermanito hasta en la sopa; por navidad, por reyes, por mi cumpleaños, hasta que asumí que era inútil seguir intentándolo, y él no llegó hasta que dejé de pedirlo. Cuando cumplí los trece Gabriel nació, y solo me bastó verle una vez para saber que sería la persona que más querría en toda mi vida. Pequeño, blanquecino y arrugado, a mi parecer era un ángel de porcelana. Un ángel que cambió mi existencia, aportándome mucha luz y momentos de oscuridad.
Los pocos meses que mi madre estuvo en casa por baja maternal fueron un sueño para mi, lo tenía todo. Y como es costumbre ya en mi vida, la felicidad no duró mucho. Mamá tuvo que regresar al trabajo, y Gabriel fue a parar a la guardería.
La situación había cambiado, pero a la vez todo continuaba igual, entonces el verano asoló. Mis padres pasaban por una mala situación económica, papá trabajaba todo el día, y mamá igual, así que me pidieron de favor que me encargara del niño.
Al principio asumí la tarea con gran entusiasmo, me creía una super heroína, pensé que podía sobrellevarlo bien. Me levantaba a las seis de la mañana, cuando mamá se iba, le daba el biberón a mi hermano y lo preparaba para llevarlo a la guardería. Regresaba a casa a las ocho y media, dormía un rato y sobre las cuatro iba a recogerlo. Gabriel era un bebé, no hacia más que dormir y comer, por suerte papá llegaba todos los días a la hora exacta para cambiarle el pañal.
Cuando llegó Agosto las cosas empeoraron. Yo ya estaba cansada. Lo único que quería era bajar a la piscina con mis amigos, o ir al parque, era una niña, quería pasarlo bien y divertirme, pero no podía hacerlo, tenía una responsabilidad que cumplir. Mamá me dijo que no podía seguir pagando la guardería por tantas horas, que el dinero no le llegaba, que por favor hiciera un esfuerzo más.
Acepté.
Agosto terminó, y de mi solo quedaron los restos. Las sobras de lo que había sido una niña feliz. Comenzaba el instituto, pensé que las cosas volverían a ser como antes, pero fue a peor. Llegaba a casa cansada, calentaba mi comida e iba a recoger a mi hermano. Estudiaba mientras lo hacía dormir, y hacia mis deberes mientras jugaba con él. Tuve que aprender a cambiar pañales, a preparar papillas y a utilizar el termómetro de la bañera.
Cuando papá llegaba yo me encerraba en mi habitación. Ellos ni cuenta se daban de que lloraba hasta quedarme dormida. Yo solo quería regresar a mi vida, tener tiempo para dibujar, salir a montar en bici y tocar el piano. Quería tener tiempo para mí, ese tiempo tan preciado que siempre me había preocupado por reservar y del cual ya no disponía.
Los meses pasaron, Gabriel crecía y yo lentamente me convertía en una sombra de lo que había llegado a ser. Dormía, asistía al instituto cuando me levantaba con las fuerzas suficientes, comía dos cucharadas del plato que me dejaban en el microondas, y volvía a dormir.
Mamá comenzó a preocuparse, pero no hizo nada. Intentó hablar conmigo, aunque tampoco insistió mucho. Creo que no quería ver el problema, o quizá, yo actuaba demasiado bien.
Cuando empecé a suspender asignaturas papá sacó cita con el pediatra. Este dijo que tenía bulimia y me derivó al psicólogo. Mi madre me miraba asustada, preguntándose en silencio que había pasado con su hija, esa que reía y sonreía en cada momento. Una semana después me llevaron al psicólogo, él pidió a mi madre que saliera de la consulta ya que quería hablar conmigo a solas. Me preguntó sobre mi infancia, mi horario escolar, mis actividades en casa, y por último, hizo la pregunta del millón.
¿Tienes un sentimiento de vacío?
Había intentado aguantar las lágrimas hasta entonces, pero no pude retenerlas más cuando contesté con un simple si. Fue demoledor, no sabía por qué lloraba, no sabía que me estaba sucediendo. Quería correr y encerrarme en mi habitación, en mi pequeño refugio.
El psicólogo habló con mi madre, le dijo que tenía depresión y me derivó al psiquiatra. Este quiso recetarme antidepresivos, a lo que mi madre se negó.
Mamá me llevó a casa, y a penas pudo mirarme a los ojos esa semana, varios días después me sentó en el sofá y me abrazó. Quería que le contara que era lo que me pasaba, que le dijera todo lo que sentía.
Nunca más volví a pisar un psicólogo, con el tiempo lo superé y salí del agujero en el que estaba sumida, solo necesitaba hablar con mi madre, un abrazo diario de mi padre y que me dijeran esas dos palabras que tan poco había escuchado hasta entonces: "te quiero"
Han pasado unos cuantos años desde entonces, y creo que si pudiera cambiar el pasado, no lo haría. Volvería a pasar por lo mismo, porque de todo ello saqué una gran lección de vida. Lo único que perdí fueron lágrimas, y gané lo más valioso que tengo hasta el día de hoy, una familia.
Tengo a mi hermano, a mi madre, y a mi padre.
Y sí, puede sonar estúpido, pero no cambiaría nada de lo vivido, pues todo ello me ha llevado hasta el punto en el que me encuentro ahora: soy una adolescente, tengo dieciséis años, sé lo que quiero hacer con mi vida, tengo muy claros los valores y principios por los que me quiero regir, y sé que a pesar de todo, siempre tendré un hueco ganado en mi hogar.
Esta es mi experiencia.
Creo que todas esas personas que han pasado por esto o por algo similar podrán concordar conmigo en una cosa: solo se necesita algo por lo que seguir adelante.
Yo seguí adelante por mi hermano, reuní fuerzas por él, y a día de hoy las sigo reuniendo, darme cuenta de que ese ser indefenso me necesitaba fue suficiente para tirar del carro, para no abandonar.
No existen terapias, antidepresivos o drogas que puedan limpiarte por dentro si tu no estas bien contigo mismo. Busca un motivo por el que luchar, y sigue adelante. Cuando hayas cruzado el túnel podrás mirar hacia atrás y sonreír con nostalgia, viendo como todo tu esfuerzo habrá valido la pena.
Un año negro envolvió mi vida, y siendo irónicos, fue el año en el que decidí como quería vivir.
Quizá piensen que es una tontería, que una persona con trece años no puede aprender mucho de algo tan grande como es la existencia, pero se equivocan.
La lucha, la responsabilidad, la perseverancia y el sacrificio son términos que uno tiene que aprender por si solo, porque te pueden enseñar su significado, pero la teoría no sirve de nada si no sabes aplicarla.
Todos nos hundimos, todos caemos en baches, solamente hay que aprender a no romperse los huesos en la caída y saber como seguir caminando con la cabeza bien alta.
Muchas personas dicen que es duro recomponerse de grandes agujeros negros, yo pienso que es mentira. Solo hay que saber como compaginar las cosas, organizarse y no dejarse llevar por los sentimientos:
Por desgracias de la vida, mi padre no volverá hasta dentro de siete años, mi madre a pesar de ese duro golpe consigue sacarnos adelante, con un sueldo básico de ochocientos euros se encarga de mi hermano, de mi, de su padre, y más encima estudia para la universidad.
Yo acabo de terminar mi primer libro, estudio, tengo una media de 9.1, veo a mi hermano desde las tres de la tarde hasta las once de la noche y me encargo de todo lo que está a mi alcance.
No soy un ejemplo, ni mucho menos, pero al menos espero que esto pueda servir de motivación a aquellas personas que por alguna circunstancia lo está pasando mal, de todo se puede salir.
En primer lugar agradecer a Claudia que haya compartido su historia con nosotros, y felicitarla por salir reforzada de esa situación. Seguro que sus padres estarán muy orgullosos de ella.
Por cierto, puedes leer a Claudia en su blog @ClaudiatreintadelunoSi quieres compartir con nosotros tu historia de superación personal escríbeme a dsrpsicologia@gmail.com.
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Un saludo, hasta el próximo post.