Durante el curso pasado el rescate de la extravagante Lady Vampire sirvió para referir muy brevemente el nacimiento y los modos de la casa del horror japonés, es decir de su más especializada productora, la Shintoho. Uno de esos pequeños estudios levantados a imagen y semejanza de los norteamericanos tras la 2ªGM: “La Shintoho, que se mantuvo operativa únicamente entre 1947 y 1961 con una producción superior o rondando las 700 películas (aquí un estupenda entrevista con el especialista en cine japonés Max Shilling), había nacido como escisión de la Toho (su nombre significa literalmente Nueva Toho) pero la quiebra la llevó a un proceso de refundación de manos de un avispado productor y distribuidor, Mitsugi Okura que fue quién enfocó el asunto por la vereda del éxito con una mezcla de intuición empresarial y trapacería de charlatán. Programas dobles, perversidad, violencia, erotismo, títulos llamativos y una concepción del exploit de raíz occidental que se mezclaba con un orgullo nacional en la recuperación de temáticas fantasmagóricas propias, tamizadas por una especie de revisionismo grotesco del kabuki. Y aunque no solo de horror vivió la productora (que lo mismo acogía thrillers que demenciales cachivaches de ciencia ficción) si que ha sido lo que le ha garantizado una cierta posteridad. (…) y el que aquí tiene protagonismo, Nobuo Nakagawa, el hombre que relanzó y volvió a dibujar el kaidan eiga. Crueles cuentos de fantasmas y asesinados, morales retablos kármicos que llevó a la cumbre expresiva y plástica en títulos como Kaidan kasane-ga-fuchi (algo así como El fantasma del pantano de Kasane) en 1957 y especialmente la sobrecogedor, Tôkaidô Yotsuya kaidan (más o menos La historia del fantasma de Yotsutya, en la región de Tokai), realizada en 1959 ya en color. Una joya que prometo traer en breve para extenderme más sobre esta concepción del horror y la culpa llena de simbolismos (el agua estancada) que además utiliza la pasión del público japonés por las historias contadas una y otra vez.”
Retomando estas últimas líneas y como si no hubieran pasado los meses abro paso a al la obra maestra no solo de la productora y de su admirable autor, Nobuo Nakagawa, el gran renovador del fantaterror del país desde finales de los 50 como ya quedó dicho, sino probablemente la obra cumbre de toda la historia fantacinematográfica y horrorífica del país. Tanto por suponer la más depurada y fascinante plasmación cinemática de su imaginario como por provenir de un material de honda tradición que se revela inusitadamente moderno y todavía hoy de capital influencia, tal es su perfección plástico-metonímica.
Jitsukawa Enjaku y Nakamura Sojuro como el fantasma de Oiwa y Tamiya Iemon pintados por Yoshitaki en la década de 1860.
La historia del fantasma de Yotsutya, en la región de Tokai o lo que es lo mismo la historia del asesinato de la dulce Oiwa (Iwa, según que versiones) por parte de su amante, el samurai maldito Iemon, fue escrita originalmente para el kabuki en 1825 por Tsuruya Nanboku, quien es probable que recogiera las líneas maestras de diversas historias de tradición oral, amé de emplear ciertos sucesos de la crónica negra de su tiempo para substanciar una historia fatalista de retribución de ultratumba. Convertida rápidamente en clásico constantemente representado fue llevada por primera vez a la pantalla durante el periodo silente, en 1912 nada menos y luego retomada de modo insistente (sin ir más lejos en el mismo año 1959 el director Kenji Misumi, responsable de la saga del Lobo Solitario y su cachorro, filmaría para la Daiei su propia versión bajo el título Yotsuya kaidan y solo tres años antes, en 1956, dirigida por Masaki Mouri para la misma Shintoho, con el personaje principar a cargo del gran Tomisaburo Wakayama, precisamente el Lobo Solitario) desde diferentes enfoques y reelaboraciones, incluso algunas que prescindían del fundamental elemento sobrenatural. Si hacemos caso a Daniel y Carlos Aguilar en su excelente Cine
Grabado del fantasma de Oiwa realizado por Utagawa Kuniyoshi
fantástico y de terror japonés (1899-2001), la historia original a sido llevada al cine no menos de cincuenta veces, otras fuentes lo cifran en la treintena, al menos conservadas, ya que resulta imposible saber con exactitud el número debido a la ingente cantidad de material perdido durante la guerra.
La historia es brutalmente mundana en apariencia, pero guarda un giro de ultratumba: el samurai venido a menos Iemon asesina al padre de la joven que corteja Oiwa (o Iwa, según las versiones), que se oponía a la relación. Mediante engaños hace creer a su enamorada y a la hermana de esta que vengará la muerte de su padre. Entretanto se traslada n a Edo, la capital, donde su situación económica empeora rápidamente. Iemon, ahora padre también, creé encontrar la salida en otra joven, Ume, hija de un noble local. Para deshacerse de su esposa y poder casarse de nuevo trama un plan consistente en asesinarla impunemente al encontrarla con otro hombre, un masajista sobornado, y también engañado pues él morirá igualmente, para que la envenene a ella y a su hijo. Consumado el asesinato, Oiwa volverá para atormentar a los culpables, ya que solo ellos pueden ver al fantasma de sus crímenes.
Nobuo Nakagaba dirigiendo a Katsuko Wakasugi
Volviendo al libro de los hermanos Aguilar (y Toshiyuki Shigeta), este recogen la brillante reflexión del estudioso italiano Riccardo Esposito, tomada de su Fant’Asia: Il Cinema Fantastico dell’estremo Oriente (Granata Press, Bolonia, 1994) donde emparenta esta cinta y su pathos con el gótico italiano de Riccardo Freda (me permito hacer extensible la conexión a Mario Bava y en más de un aspecto como un poco más adelante explicaré) en el sentido de lo terrorífico, del fantasma, de lo fantástico en definitiva, como substanciación de la culpa personal, como emanación pútrida (y en caso del la cultura japonesa purificadora) de la maldad humana. Un elemento vengador que encuentra unido a los protagonistas, enredado en su tuétano. La posibilidad de escapar del castigo, por lo tanto, ni siquiera se contempla. Efectivamente no quedan lejos El horrible secreto del Doctor Hitchcock o Lo spettro (tampoco La frustra e il corpo o incluso la crepuscular Shock, por ejemplo), incluso se podrí hablar con cierta propiedad de una equivalencia trascontinental, de un goticismo japonés, con todas su peculiaridades culturales y un inteligente aprovechamiento de su imaginería y tradiciones (narrativas, estéticas, semánticas…) que se uniría no solo al italiano, sino al mexicano que durante esos mismos años despierta y con el cual comparte no pocos elementos relacionados con la percepción de la muerto y también un buen número de recursos estéticos, pero también a otra escuela ya más divergente como la británica. Estableciéndose de este modo una suerte de continuo místico que de manera sincrónica despertó una serie de motivos y sensibilidades análogas en cuatro sensibilidades distintas pertenecientes a cuatro ámbitos culturales (el anglosajón, el mediterráneo, el latinoamericano, el asiático) de diversa evolución. Poniendo nombres, entre 1956 y 1957 aparecerán de modo prácticamente simultaneo La maldición de Frankenstein según Terence Fisher (1957), I vampiri comenzada por Freda y terminada por Bava (1956), Ladrón de cadáveres dirigida por el fundamental Fernando Méndez y la arriba mencionada Kaidan kasane-ga-fuchi, el título con el que Nakagawa retomaría el kaidan-eiga, memorable por si misma y prefiguración en blanco y negro de la posterior obra maestra tratada aquí.
Esta incorporación definitiva, la del color, lo emparenta nuevamente con el imaginario de Mario Bava, incluso puede trazarse un paralelismo entre La máscara del demonio y Kaidan kasane-ga-fuchi en el sentido en el que ambas son piezas magistrales por si mismas en las cuales nada parece faltar ya que fueron concebidas con el blanco y negro en mente y llevan el recurso a su límites expresivos. Pero cuando poco después, Bava, en Ercole al centro della terra (o circunscribiéndonos al gótico más estricto, aunque su título fantaheróico ya es tremendamente gótico, en La frustra e il corpo en 1963) y Nakagawa, en Tôkaidô Yotsuya kaidan, incorporen el color y demuestren hasta donde son capaces de maniobrar a partir de una idea sensualista y subconsciente del empleo del mismo, parecerá, por contraste, que ese era el elemento definitivo que faltaba. Como si en realidad hubiera estado fatalmente ausente y la calidad de las anteriores propuestas hubiera impedido que nos diésemos cuenta. El color de esta película, su mezcla de blancos (símbolo de muerte), verdes, negros profundos y rojos violentos (esos cielos teñidos) resulta una experiencia estética apabullante, una inmersión totalmente irreal y progresivamente pesadillesca en un espacio fílmico que puede verse como toda una reinvención del lenguaje del teatro japonés, a la vez respetuosa y rompedora, tradicionalista y moderna, delirante y elaborada.
Pese a que no se totalmente esencial para disfrutar de él, cierta compresión, aunque sea muy superficial de la particular sintaxis y simbología (en muchos caso exactamente opuesta a la occidental) del cine japonés en particular permite, de algún modo trascender la fascinación del exotismo. Así, si en líneas (muy) generales es ya sabido que, por ejemplo, los nipones escriben y leen de derecha a izquierda, también la pantalla se compone y “lee” en ese sentido (al igual que los tebeos) lo cual implica una valoración ligeramente distinta de la ordenación del encuadre y las transiciones. Siguiendo con los brochazos se puede hacer referencia a aquello de John Ford sobre colocar la cámara a la altura de la mirada. Según esto la mirada del americano estará erguida mientras la de los directores japoneses acrecerá sentada o acuclillada, de ahí se desprende, de un modo totalmente natural, un punto de vista levemente bajo que beneficia el uso casi imperceptible del contrapicado o la hermosa profundidad de campo. Igualmente otros aspectos sociales (la importancia de las clases, la sutileza de las palabras y gestos), culturales (el ritualismo, el fatalismo,…) o incluso arquitectónicos condicionan la forma del cine japonés. Focalizando en este cine de horror, de fantasmas, el kaidan-eiga, se encuentra, presencia luego explicad del agua aparte, detalles tan significativos y capitales como el kimono blanco de Oiwa, color de la muerte y que envuelve como una mortaja un aspecto físico repetido con insistencia: piel entre pálida y azulada, aspecto permanentemente empapado, ojos desorbitados y fijos, rictus hierático, cabello suelto sobre el rostro… No es difícil encontrar en esta descripción a la aterradora joven de, otra vez, Ringu y así certificar el respetuoso apego a las tradiciones y establecer un hilo entre periodos, del esplendor del kabuki al renacimiento del terror a finales de los 50 -Hay que recordar que durante la mayor parte de la ocupación norteamericana posterior a la 2ª Guerra Mundial, las autoridades de ocupación metían mano en la industria cinematográfica impidiendo y cortando de raíz la propagación de los valores tradicionales de la cultura nipona y su representación en el cine, principalmente de género. Tras el Tratado de San Francisco de 1952 (que devolvía, al menos nominalmente, la soberanía al Japón) el cine popular se reactivo con una fruición asombrosa, básicamente se abrió el dique y la productoras se lanzaron a especializarse (o re-especializarse) en una política de géneros torrencial.- y finalmente al triunfo internacional de los 2000.
Esta especificidad oriental, con la raíces bien hundidas en el kabuki como medio expresivo, determina no solo la impronta formal de la película, sino su misma dramaturgia. Por un lado Nakagawa abre la función de manera bien explícita: un personaje vestido de negro descorre un cortinaje y la cámara nos introduce directamente en el escenario, en el drama. Manifestando, de manera extraordinariamente elegante, su naturaleza de representación y ficción y aún así logrando una conexión directa con todos los sucesos que se van a narrara a continuación. Por otro la notable fidelidad al original que al parecer guarda esta versión no solo se circunscribe a ese recurso a la escenografía (la distribución del espacio potenciada por la magnífica fotografía en formato ancho de Tadashi Nishimoto) , la interpretación (gestos y mímica crispada, ajena al naturalismo en aprte pero nada sobreactuda) y el simbolismo del teatro japonés, se centra de igual modo en la aversión a dulcificar o melodramatizar a sus personajes y las acciones de los mismos.
Iemon, el samurai protagonista, es un personaje de una aspereza asombrosa, encarnado con toda propiedad por el divo Shigeru Amachi, actor dotado para lo macabro y predilecto del director, un ser abyecto, de una vileza interior que contrasta con su belleza exterior de la cual se sirve para engañar e intentar escalar socialmente a costa de los que sea. Toda la cinta está saturada de una maldad espesa y pringosa en el plano moral que encuentra su perfecta traducción en el formal (incluida una banda sonora saturada de sonidos animalescos, chillidos y percusión), con momentos inolvidables como el descubrimiento del envenenamiento por parte de Oiwa (encarnada por la estupenda Katsuko Wakasugi) mientras se peina ante un espejo y su pelo comienza a caerse a puñados y su rostro a descomponerse grotescamente, las apariciones fantasmales de la esposa asesinada que crearon escuela (su cuerpo convirtiendo el suelo en agua al caer, flotando clavada a una puerta o pegada al techo en un contrapicado espeluznante) donde la simbología japonesa del agua estancada como presagio o recuerdo de muerte (la decisión del asesinato es tomada a orillas de un ciénaga) y culpa nunca ha resultado expresada con mayor fuerza.
Nota bene: resulta llamativo como esta concepción ha ido calando en el imaginario occidental donde el agua tiene un significado diverso. Más allá de la popularidad del horror japonés desde el merecido éxito del Ringu original de Hideo Nakata en 1998, que reactivo el interés por el género dentro y fuera del pías provocando un aluvión de derivaciones (el propio nakata con la hermosa Dark Water en 2002), imitaciones y remakes norteamericanos, sorprende la insistencia de este particular en un título reciente como el Shutter Island de Martin Scorsese, una historia de muerte, culpa y fantasmas donde el agua, en variadas formas tiene un presencia constante en insistente, tanta que es difícil pensar en lo casual y más bien puede apuntarse (sin conocer el libro de Lehane y con ello hasta que punto está tomado esto del original) a la sensibilidad y cinefilia de Scorsese.
Tôkaidô Yotsuya kaidan (Ghost Story of Yotsuya)
Director: Nobuo Nakagawa
1959
Japón
76 min.
Fotografía: Tadashi Nishimoto
Montaje: Shin Nagata
Música: Michiaki Watanabe
Guión: Masayoshi Ônuki, Yoshihiro Ishikawa según la obra de Tsuruya Nanboku
Reparto: Shigeru Amachi, Katsuko Wakasugi, Noriko Kitazawa, Shuntarô Emi, Ryûzaburô Nakamura, Junko Ikeuchi, Jun Ôtomo