Rescatamos este extracto del libro El almuerzo en la hierba de Marcel Proust que acabamos de editar (Hermida Editores 2013), donde Proust habla de la homosexualidad:
Enlace al libro: http://goo.gl/g8ni0SEnlace al ebook: http://goo.gl/0yfBVBEnlace a la editorial: http://goo.gl/QQiIfX
[…] entendía yo ahora por qué […] pudo parecerme, al verlo salir de casa de la señora de Villeparisis, que el señor de Charlus tenía apariencia de mujer: ¡es que lo era! Pertenecía a la raza de esas personas, menos contradictorias de lo que podría parecer, cuyo idea es viril precisamente porque tienen un temperamento femenino y son, en la vida, semejantes sólo en apariencia a los demás hombres; en ese lugar en que todos llevamos inscrita en los ojos con que lo vemos todo en el universo, una silueta afincada en la faceta de la pupila, la que ellos llevan no es la de una ninfa, sino la de un efebo. Raza sobre la que pesa una maldición y debe vivir en la mentira y el perjurio porque sabe que se considera punible y vergonzoso, inconfesable, ese deseo suyo, eso que constituye para todas las criaturas la magna dulzura de vivir; que tiene que renegar de su Dios, ya que, por muy cristianos que sean, cuando comparecen ante un tribunal como acusados, no les queda más remedio, en presencia de Cristo y en nombre suyo, que defenderse, como si de una calumnia se tratase, de eso que constituye su vida misma; hijos sin madre, esa madre a quien tienen que pasarse la vida mintiendo, incluso llegada la hora de cerrarle los ojos; amigos sin amistades, pese a todas las personas a quienes inspira amistad ese encanto suyo que con frecuencia se les reconoce […]. Amantes, en fin, […] que tienen casi cerrada la posibilidad de ese amor cuya esperanza les da fuerzas para soportar tantos riesgos y soledades, puesto que, precisamente, se prendan de un hombre que nada tiene de mujer, de un hombre que no es invertido y que, por consiguiente, no puede quererlos; de forma tal que nunca jamás podrían saciar su deseo si el dinero no pusiera a su disposición hombres auténticos y si la imaginación no acabase por hacerles tomar por hombres auténticos a esos invertidos a los que se han prostituido. Sin honor alguno que no sea precario; sin libertad alguna que no sea provisional, hasta que se descubra el crimen; sin situación alguna que no sea inestable, como sucedió con ese poeta a quien festejaron el día anterior en todos los salones, a quien aplaudieron en todos los teatros de Londres y expulsaron al día siguiente de todos los cuartos de alquiler, sin poder dar con una almohada donde descansar la cabeza, dando vueltas a la noria como Sansón y diciendo como él: «Ambos sexos morirán, cada uno por su lado»; privados incluso, salvo en los días de magno infortunio en que la mayoría se une alrededor de la víctima como los judíos alrededor de Dreyfus, de la simpatía —y a veces de la compañía— de sus semejantes, a quienes asquea ver, presentado en un espejo, eso que también son ellos y que, al no favorecerles ya, revela todas las taras que no quisieron ver en sí y pone en su conocimiento que eso que llamaban su amor (y al que, jugando con la palabra, habían, por sentido social, añadido como anejos todo cuanto la poesía, la pintura, la caballería y el ascetismo pudieron sumar al amor) procede no de un ideal de belleza que hayan elegido, sino de una enfermedad incurable; de esa misma forma, una vez más, en que los judíos (salvo algunos que no quieren tratarse sino con los de su raza y a quienes no se les caen de la boca las palabras rituales ni las bromas al uso) se rehúyen entre sí, buscando a los más opuestos, que no quieren saber nada de ellos, perdonándoles los desplantes, embriagándose con su condescendencia, pero codo con codo, también junto a sus semejantes en ese ostracismo que padecen y ese oprobio en que han caído […].
Páginas 215 y 216 del libro El almuerzo en la hierba de Marcel Proust.