Zambrano había vuelto a España el 20 de noviembre de 1984. Ese día se cumplían nueve años de la muerte de Franco y se iniciaba la recuperación total de una de las figuras clave de la filosofía española, una pensadora que había cruzado los Pirineos camino del exilio el mismo día que Antonio Machado. Si a otros autores la muerte los ha condenado al purgatorio editorial, no ha sido ése el caso de María Zambrano. Y si no fuera porque nació en 1904 y murió en 1991, se diría que nos ronda algún aniversario relacionado con ella. Que no sea así no impide, por una vez, que se sucedan las nuevas ediciones de su obra o los estudios en torno a ella.
Todavía están recientes sendas obras de peso firmadas hace apenas unos meses por dos de los grandes expertos en el pensamiento de la autora malagueña, Rogelio Blanco (María Zambrano: la dama peregrina, Berenice) y Jesús Moreno Sanz (El logos oscuro, publicado por Verbum en cuatro volúmenes). Sin olvidar la visión agridulce de Ana Bundgard en Un compromiso apasionado. María Zambrano: una intelectual al servicio del pueblo (Trotta).
A ellos se añaden esta semana dos títulos más. Por un lado, Esencia y hermosura (Galaxia Gutenberg / Círculo de Lectores), una antología de 600 páginas de la obra de Zambrano seleccionada por José-Miguel Ullán antes de morir en mayo pasado. Por otro María Zambrano. Desde la sombra llameante (Siruela), firmado por Clara Janés. Además de un recorrido por los conceptos clave de la gran teórica de la razón poética, los dos libros trazan un peculiar retrato de la pensadora en la intimidad, el primero en el exilio y el segundo a su regreso a Madrid pero siempre rodeada de gatos, fumando cigarrillos con boquilla y ofreciendo té, whisky y buena conversación.
Ullán abre su antología con una veintena de cartas, la mayoría inéditas, entre la escritora española y el pintor mexicano Juan Soriano (premio Velázquez en 2005). Es una de las grandes novedades del volumen. La otra es el largo “relato prologal” firmado por el propio poeta salmantino. En él recuerda el día de julio de 1968 en que José Ángel Valente lo llevó a visitar por primera vez a María Zambrano en La Pièce, en la montaña del Jura, cerca de Ginebra, una casa ya mítica a la que su inquilina llamó de todas las maneras posibles: “convento abandonado, choza, nido, cenobio, granja, catacumba, gruta, cámara de tortura, jaula, madriguera…”.
La Zambrano retratada por Ullán es alguien que se duele del “silencio coral” con el que fue recibida su obra de teatro, La tumba de Antígona, y a la vez alguien que había transitado por el gran mundo intelectual de la época, de París a México, de La Habana a Roma. Por el índice onomástico de sus conversaciones atraviesan Lezama Lima (“Tenía entonces 26 años. Era bellísimo, con unos ojos verdes… ¡Ay!, si hubiéramos sido capaces de enamorarnos y casarnos, no prosigo el viaje”), León Felipe (“más profeta que poeta”) y Octavio Paz (“Yo podría preguntarle: oye, ¿es que me quieres de verdad? Pero a lo mejor él podría preguntarme: ¿Es que estimas mi obra de verdad?”, explicaba Zambrano para ilustrar sus diferencias de carácter e intereses. “¿Por qué se separaron él y Elena [Garro]? Habían obtenido lo más difícil: el infierno en la tierra”).
María Zambrano recordaba la habilidad para la conversación (“el encanto de la flauta mágica”) de Valle-Inclán, Ortega y García Lorca (“Machado tenía voz, pero no la usaba”), y Ullán, que apunta que para Jorge Guillén la gran obra de la escritora estaba en sus conversaciones privadas, no duda en colocarla a ella en ese grupo.
Así, brillante, la recuerda también Clara Janés, que conoció a la pensadora a su vuelta a Madrid. “A veces he imaginado”, relata con una sonrisa, “que como estaba mal de la vista y ya no podía leer se pasaba las noches de insomnio preparando mentalmente la conversación con la persona que iba a visitarla al día siguiente. Parecía Sócrates preguntando a su interlocutor hasta llegar a la conclusión que le interesaba”.
Janés cuenta que varias veces visitó a Zambrano acompañando a otra exiliada, Rosa Chacel: “Rosa decía que el exilio no le había afectado porque nunca había tenido nada. María decía que sí, pero que ella ya había nacido exiliada, que siempre estaba en aquello que no era del todo lo suyo, en proceso, haciéndose”. Ella lo dijo así en La tumba de Antígona:
“A mí me ha cogido muchas veces la lluvia en el campo cuando iba con mi padre y no teníamos dónde guarecernos. Y era buena esa lluvia, era bueno, aunque duro ir al descampado. Gracias al destierro conocimos la tierra”.
Texto: Javier Rodríguez Marcos. El Pais.com. 25/01/2010.