Ante la convocatoria de huelga general el próximo 29-M, la ciudadanía española —que en su mayoría vive o necesita de un empleo asalariado para vivir— se enfrenta a un gran dilema: O sucumbir al miedo y buscar mil y una disculpas para no secundar la huelga o recuperar la conciencia de clase y defender las conquistas sociales logradas a través de las luchas históricas del movimiento obrero. Un único día de huelga no va a amedrentar a la patronal ni a la derecha en el Gobierno. Pero significará el primer aviso de que la mayoría social comienza a perder el miedo.
Vaya por delante que el argumento de que lo que menos necesita España en estos momentos es una huelga, por las pérdidas económicas que ocasionaría, es una perfecta y absoluta memez. Por mucho que los medios farisaicos se rasguen las vestiduras con esa tesis, la prosaica realidad es que un día de huelga produce las mismas pérdidas que el Corpus Christi, día en que también cierran fábricas y comercios mientras Dolores de Cospedal aprovecha para lucir peineta sobre su alma de puercoespín. O el de la Inmaculada Concepción, prodigio que hoy la ciencia ha socializado con las fecundaciones in vitro.
Sin embargo, estos tiempos del despido libre y la brutalidad política desencadenados por el Partido Popular han generado en la población tal miedo e incertidumbre, que bien podría decirse que la huelga general del 29-M ha sido convocada en tiempos del cólera. Es obvio el parafraseo que me permito hacer sobre la novela de Gabriel García Márquez El amor en tiempos del cólera, en la que el Nobel colombiano narra una historia de amor que se desarrolla en una región afectada por la epidemia del cólera.
Es el cólera una enfermedad aguda, provocada por la bacteria Vibrio cholerae, que se manifiesta como una infección intestinal, lo cual provoca, entre otros síntomas, grave flojera de vientre que lleva a los enfermos a deshacerse por las patas abajo. Síntoma compartido por aquellos a los que atenaza ese miedo que ahora mismo atenaza a la sociedad.
Utilizando lo que Naomí Klein ha llamado La doctrina del shock el Establecimiento aprovecha el estado de temor generalizado de la población para cometer las mayores tropelías contra el Estado del Bienestar. Mientras tanto, las fábricas del pensamiento oficial siembran en la opinión pública la especie de que los sindicatos no son necesarios.
Quien estas líneas escribe ha criticado, y muy duramente por cierto, a las cúpulas sindicales. Pero nadie me habrá escuchado jamás decir una sola palabra contra el sindicalismo. Una creación histórica de la clase trabajadora sin la cual el panorama social no sería el que hemos conocido en los últimos cincuenta años.
Dice un refrán político que no hay nada más tonto que un obrero de derechas. Y sobre todo, nada hay más triste que escuchar a un trabajador por cuenta ajena hablar mal de los sindicatos. ¿Cómo creen estos maledicentes que se ha fijado el salario que perciben? ¿Acaso no ha sido un convenio negociado por los representantes sindicales el que lo fijó? ¿De dónde creen estos insensatos que surgió la norma que fija la jornada laboral en ocho horas? ¿Acaso creen que fueron los patronos quienes, llevados de un espíritu filantrópico y magnánimo, decidieron otorgar vacaciones pagadas, jubilaciones, servicios públicos de salud a sus empleados?
Desde los tiempos de Bismark hasta ayer mismo, todas las condiciones que humanizan las condiciones del trabajo asalariado provienen de las sucesivas cesiones que los trabajadores, sindicalmente organizados, obligaron a realizar a la derecha.
Los sindicatos son, por otra parte, la única instancia desde la que es factible convocar una huelga. Y en este caso, esa huelga general que las centrales sindicales Comisiones Obreras y Unión General de Trabajadores se han visto obligadas a convocar aun a sabiendas de las dificultades que tendrán muchas personas para secundar el llamamiento.
Se trata de esas personas empleadas pero que llegan a fin de mes con grandes dificultades, y son renuentes, por tanto, a participar en la huelga. Asimismo hay que tener grandes dosis de heroicidad para hacer huelga en el caso de esa personas empleadas, vale decir explotadas, a través de contratos precarios. Y a las que sus empleadores amenazan con no renovar el contrato la semana próxima si participan en la huelga. No olvidemos que la patronal sí está movilizada en la lucha de clases.
Por todo ello, quienes tengan una posición laboral lo suficientemente sólida no deben buscar disculpas para dejar de ejercer su derecho constitucional a la huelga. Un derecho, todo hay que decirlo, cuyo disfrute tiene un coste reflejado en el descuento en nómina del día no trabajado. Pero ¿acaso no cuesta también dinero disfrutar de una jornada en una estación de esquí o en un balneario? Es preferible perder un día de salario que mil de indemnización cuando te despidan. Porque, si no frenas a este Gobierno y a esta patronal partidarios del despido libre, tus posibilidades de verte en el paro aumentan considerablemente.
Que conste que un único día de huelga no va a amedrentar a la patronal ni a su consejo de administración gubernamental. Pero puede ser un aviso de que la mayoría social comienza a perderles el miedo. La movilización social debería tener la suficiente intensidad que lleve a patronal y Gobierno a tomar nota de que es preferible fomentar la igualdad y la paz social a que se despierte en la gente esa otra acepción de la palabra cólera, que también es sinónimo de ira. Porque si apretamos tanto las tuercas de la caldera, esta algún día reventará. Y se contarán por millares los que, montados en cólera, se rebelarán contra la injusticia.
Ayer mismo, en Andalucía, las elecciones autonómicas han puesto de relieve que las clases más perjudicadas por la crisis comienzan a pararle los pies a la derecha y sus brutalidades. Así que, quienes puedan hacer la huelga, háganla en buena hora, y quienes materialmente no pudieran, por sus precariedades o su situación de paro, salgan masivamente a participar en las manifestaciones que pondrán broche a la jornada. Con Celaya digamos:
¡A la calle!, que ya es hora
de pasearnos a cuerpo
y mostrar que, pues vivimos, anunciamos algo nuevo.