La huella de los que se van

Publicado el 11 julio 2023 por Manuelsegura @manuelsegura

Las nuevas tecnologías nos llevan a pasar por un trance cada vez que tenemos que borrar del listado de nuestros teléfonos móviles el número de un amigo que nos ha dejado. Hace tres años escuché una entrevista con Emilio Aragón en la que hablaba de su padre, el payaso Miliki, fallecido en 2012 de neumonía, en la que reconocía que aún marcaba su teléfono. Lo hacía de manera inconsciente, esperando en vano oír su voz al otro lado del auricular. También dijo en esa ocasión que nunca borraba “los teléfonos de los amigos que se van”, en un gesto quizá por mantener un cordón umbilical invisible con todos ellos. La charla se llevó a cabo telemáticamente durante la pandemia, por lo que Emilio tuvo un recuerdo especial para aquellos que no se pudieron despedir de los suyos en los hospitales y las residencias de mayores. En mi familia también padecimos un caso doloroso.

Conocí a Emilio Aragón a mediados de la década de los noventa del siglo pasado en Zaragoza. Llegó hasta allí con la troupe de un espectáculo que le había montado a su padre. Se llamaba El Circo del Arte, una apuesta por mantener la línea poética del mundo circense. Fui a la presentación del mismo y nos caímos bien. Me invitó a que me quedara después del acto para enseñarme todo aquello y hacerle una entrevista para la radio. Fuimos hasta una roulotte donde me presentó a su mujer, Aruca. Se conocieron siendo adolescentes y me pareció que ambos hacían una pareja perfecta. Me confesó que había organizado todo aquel tinglado en agradecimiento a su padre, al que admiraba. Miliki era el único superviviente de la saga Aragón, de la que formaba parte con sus hermanos, Gaby y Fofó. Los tres comenzaron a actuar a finales de la década de los treinta. Se marcharon a América y regresaron a España en 1972 para triunfar en TVE con su ‘Había una vez un circo’. Muchos de los niños de mi generación les debemos aquellas tardes inolvidables de diversión y entretenimiento.

Reconozco que a mí también me cuesta borrar esos contactos de mi móvil. Ahora, cuando se cumple un año de la marcha de uno de mis amigos más queridos, lo recuerdo con aflicción. Cuando te deshaces de uno de esos números es como si te arrancaran un trozo de vida. Hay una frase para la ocasión que resulta muy oportuna. Es de la pensadora, periodista y escritora Concepción Arenal, pionera del feminismo en nuestro país, cuando expresó que el dolor era la dignidad de la desgracia.

Siempre fue duro combatir el duelo. Pero más, se me antoja, en estos tiempos de Whatsapp, Facebook, Twitter, YouTube o Instagram. Son los fantasmas digitales que habitan en nuestros bolsillos y que, cuando menos lo esperamos, salen a la luz. Antes bastaba con llevar una foto de recordatorio en la cartera o con enmarcarla en tu casa y colocarla sobre un mueble o en la pared. Ahora nos resulta casi imposible escapar de esa presencia virtual. Como alguien ha dicho, borrar esos restos de nuestros seres queridos es como llevar a cabo un segundo entierro, algo que prolonga aún más la pena. Y hay quienes mantienen que el tiempo cura lo que la razón no puede. O que cura las heridas, sí, pero no borra las cicatrices. A eso es a lo que me refiero.

Ahora que tanto se habla de la inteligencia artificial, nos descubren que es posible mantener un diálogo con alguien que ha fallecido. Esa especie de resurrección digital se hace a través de sus publicaciones en redes sociales, los mensajes de voz, sus vídeos… Todo ello, a través de un programa informático capaz de reproducir no sólo la forma de hablar sino también los rasgos físicos del que se fue. Los ‘chatbots’ y los vídeos manipulados nos conducen a reproducir los gestos, las sonrisas, los parpadeos o los movimientos de cabeza de aquel o aquella que ya no están. Un ejemplo fue ese sorprendente anuncio televisivo de cerveza, presuntamente protagonizado por Lola Flores, más de cinco lustros después de su fallecimiento, algo que nos dejó a todos boquiabiertos ante la pantalla.

Confieso que todo esto me produce preocupación y hasta una dosis de estremecimiento. En 2016, en California, a un hombre le diagnosticaron cáncer de pulmón. Su hijo invirtió el tiempo en estar junto a su padre los últimos meses y grabar horas y horas de conversaciones, pensando en hacer un libro en su recuerdo. Una vez fallecido, supo que unos investigadores trabajaban en un ‘chatbot’ sobre personas ausentes. Les entregó el material y cuando estos le preguntaron al ‘bot’ por su propósito vital, este respondió con firmeza: “Vivir para siempre”. No me negarán que la respuesta no les reporta un cierto escalofrío.

[‘La Verdad’ de Murcia 11-7-2023]