Siempre sentí cierta fascinación por los límites de la existencia humana; por esos pedazos de tierra arriscada que perfilan los bordes de los acantilados del alma. El paso en falso que separa el ser del no ser. Hablo de ese punto de la existencia en el que los días pesan como siglos, allí donde cada bocanada de aire muerde como las espinas del zarzal. El espacio donde lo más profundo y negro del pozo no se encuentra con el pétreo brocal que contiene la caída, sino que, más al contrario, pareciera reclamar presencia, como pidiendo con voz desesperada: «¡Aquí, aquí. Más al fondo!» Ese punto en el que el cuerpo, piel viva sobre piel muerta, hueso sobre hueso, no sea acaso más que burdo antepecho que secuestre un alma aherrojada que no arrenda esperanza ni libertad alguna. Aquel punto fatal y trágico donde la propia vida no es más que una mera huella maldita.
Amy Winehouse murió el pasado Sábado 23 de Julio, en su Londres natal. Aunque quizás fuese más exacto decir que se dejó ir, como se entrega a la derrota el animal herido de muerte que aguarda con trágico estoicismo bajo la sombra de una acacia. Nada nuevo bajo el Sol. Un alma descangallada, marchita, que se diluye en un piélago de absurdos y cotidianidades hirientes. Con todo, los pájaros siguieron cantando, las hojas de los árboles meciéndose, las campanas repicando, las aceras soportando el ir y venir de pasos acelerados... Vuelvo estos días, como arrastrado por un tiro de veinte mulas, a los subrayados de 'El lobo estepario', de Hermann Hesse. Hallo esa huella maldita en las anotaciones del desgraciado Haller: «Tendría escrúpulos de comunicarlas a los demás, si viera en ellas únicamente las fantasías patológicas de un pobre melancólico aislado. Pero en ellas veo algo más: un documento de la época, pues la enfermedad psíquica de Haller es -hoy lo sé- no la quimera de un sólo individuo, sino la enfermedad del siglo mismo, la neurosis de aquella generación a la que Haller pertenece, enfermedad de la cual no son atacadas sólo las personas débiles e inferiores, sino precisamente las fuertes, las espirituales, las de más talento»
La enfermedad del siglo. La Madre Teresa de Calcuta pasó de lo abstrtacto a lo concreto y sentenció que «la soledad es la lepra de occidente». Arranca la vida por igual, ya sea una prostituta del arrabal de París, un magnate de más allá de los Urales o una estrella de la canción londinense. Tanto monta. Cuando la huella maldita deja su poso, las cartas se derraman sobre la mesa en macabra timba. Y así caen, como frías gotas de lluvia, los unos y los otros, sobre una tierra a la que apenas le quedan manos con las que recibir. Es la desesperación muda de la que no permanece más que el eco frágil y escurridizo de una voz que dura lo que la espuma temblorosa de la ola. Tímida y brava, se acerca y se va en un pendular sin fin.
Amy Winehouse perteneció a ese grupo de lobos esteparios. Su caso, como el de tantos otros, reviste esa triste mezcolanza de talento y poder que acaso no hace más que ensanchar la huella maldita. Un canto rodado que ni forma tiene, si no es aquella que le da la corriente y el puntapié del hombre que lo desprecia. Y siempre el arte como muladar sobre el que arrojar el tormento, pues atormentadas y avinagradas son sus vidas. Difícil ha de ser el pulso cuando el arte pide presencia y el corazón ausencia. Trágico combate el de Eros y Tanatos.
De la buena de Amy siempre quedará su obra como una marca indeleble, eterna; pues eterna es el alma, y alma es canción. Pero es el tormento, ese precipicio tantas veces tentado en vida, lo que de verdad inquieta y atribula. No me interesa tanto el personaje como la persona. Encontrando en la canción la manera de purgar el cáliz del dolor, quizás no consiguiera más que abrir las puertas a un Dédalo de imposible salida. Dolor con dolor. Antes y durante. Es posible que naciera ya cadáver. Dinero, Gloria, Fama, Drogas, Talento. Demasiado lastre para un bergantín que tal vez soltara amarras ya desorientado, sin destino, más que el de dejarse balancear por la marea. Y mientras, cantar. Y dejarse morir. Y arrojar mensajes en una botella al mar de la sordera. Si detrás de la autodestrucción suicida no se halla más que una llamada de atención, un aldabonazo al exterior, ¿qué es si no el entregarse lentamente a la degollina de las drogas? Morder la boca del precipicio esperando a que el cielo le tienda el hilo de Teseo. Toda su vida no pudo ser sino eso mismo: gritos de desgarro suplicando ayuda.
Y de ahí el trágico punto en el que el dolor y la creación se abrazan en macabro cortejo. Cada vez que un sueño se cumple, una obra de arte muere, rezan los humanistas. Quizás por ello la creación lleve consigo esencias de muerte, la sombra de la huella maldita, materia prima de la obra, de igual que las manos del alfarero requieren de la arcilla húmeda. «Así se producen todas aquellas obras de arte, en las cuales un solo hombre atormentado se eleva por un momento tan alto sobre su propio destino, que su dicha luce como una estrella, y a todos aquellos que la ven, les parece algo eterno y como su propio sueño de felicidad. Todos estos hombres, llámense como se quieran sus hechos y sus obras, no tienen realmente, por lo general, una verdadera vida, es decir, su vida no es ninguna esencia, no tiene forma, no son héroes o artistas o pensadores a la manera como otros son jueces, médicos, zapateros o maestros, sino que su existencia es un movimiento, y flujo y reflujo eterno y penoso, infeliz y dolorosamente desgarrado, es terrible y no tiene sentido», sentencia el folleto de feria que halla el pobre Harry, aquel Tractat del lobo estepario, donde se adentra en el alma del artista con la precisión de un buscador de huellas.
Lejos queda el burdo y chocarrero malditismo 'snob', que no es sino mera costra de orines, farfolla, capas de piel seca, a través de las cuales no se ve acaso sino destellos de un alma henchida de narcisismo ramplón y delirios de grandeza. Sobreactuación. El patetismo del poeta desharrapado que se agarra a la botella mientras expulsa anillos de humo al cielo aguardando la caída del verso más redondo; o el del cantautor que se disfraza de Bukowsky mientras templa las cuerdas de una guitarra que apenas suena a humano.
Y es que «cada vez que Dios le entrega a uno un don, también le da un látigo; y el látigo es únicamente para autoflagelarse». Y es ahí, en el dolor, en el llanto contenido, en el pecado, donde quizás se halle el camino a la santidad, la redención absoluta, de igual que San Cristóbal encontrara en el pecado la beatitud. Y alto es el precio. La asfixia, esa sí, es la peor de las muertes.