"Chantal se dice: Los hombres se han papaisado. Ya no son padres, tan sólo papás, lo cual significa: padres sin la autoridad de un padre. Se imagina coqueteando con un papá que empuja el carrito con un bebé y lleva además otros dos, uno a la espalda y otro en el pecho; aprovechando un momento en que la mujer se hubiera detenido delante de un escaparate, le propondría al marido una cita al oído. ¿Qué haría? El hombre, convertido en árbol de niños, ¿podría todavía volverse para mirar a una desconocida? ¿Acaso los bebés colgados de su espalda y de su pecho no se pondrían a berrear protestando por aquel movimiento inoportuno? Esta idea le parece divertida y la pone de buen humor. Se dice: Vivo en un mundo en el que los hombres nunca más se volverán para mirarme."
Jean-Marc, su pareja, con el que ha conseguido una relación feliz, que casi los identifica como un solo ser, comete un error estúpido: al advertir que Chantal se encuentra levemente deprimida, se hace pasar por un admirador secreto y escribe cartas a Chantal. A ella solo le hace falta eso para que desbordante imaginación se active: cree ver a su enamorado por todas partes, se imagina quien puede ser y llega a identificarlo con un mendigo. Mientras tanto Jean-Marc asiste pasivamente a las imprevisibles consecuencias de una acción desencadenada por él mismo y que va a poner en peligro su relación o, lo que es lo mismo, su propia identidad que fundió en gran parte y de manera voluntaria con Chantal.
La última parte de la narración tiene que ver con la reacción de ella y los esfuerzos de él por recuperar su identidad perdida, llegando a buscarla por un Londres onírico, en les sucede lo más inesperado. ¿Se disolverá la identidad común o sobrevivirá a su mayor prueba? Esta novela breve, inteligente y entretenida no ofrece todas las respuestas, pero deja en el aire muy interesantes preguntas.