Cuando aún era Bergoglio (no es un dato menor que se lo presente como si se tratara de dos personas distintas), el actual obispo de Roma ya había tenido actitudes parecidas. En el año 2000 pidió perdón porque la Iglesia “no hizo lo suficiente” durante el terrorismo de Estado. En 2008, en el aniversario del asesinato de Angelelli, dio una misa en su homenaje, en La Rioja, y dijo de él que había “removido piedras que cayeron sobre él por proclamar el Evangelio”, y añadió: “La sangre de los mártires es la semilla de la Iglesia”.
Es una operación si se quiere similar a la que el general Martín Balza hizo en el Ejército, cuando era jefe del Estado Mayor en tiempos de Menem. También él pidió disculpas por el genocidio, como si se hubiera tratado de un pisotón en el bondi.
La maniobra de Bergoglio, como antes la de Balza, tiene el respaldo mediático decidido de la Corpo y de la Korpo. Clarín, por ejemplo, dijo el 24 de marzo que el martirio de Murias constituye “un ejemplo del sufrimiento padecido por un sector importante de la Iglesia católica argentina bajo la dictadura militar”. Los medios K, unánimemente, celebran la canonización de una víctima del terrorismo de Estado.
Todo es mentira. La “sangre de los mártires” y “el sufrimiento padecido” por obispos y curas víctimas de la represión no es “la semilla de la Iglesia”, sino el taparrabos que pretende ser utilizado para disimular el papel orgánico, institucional, que la jerarquía eclesiástica cumplió durante la represión, de la cual no fue cómplice sino parte integrante.
La represión con mitra
Pío Laghi, nuncio apostólico (embajador del Papa) en la Argentina durante la dictadura, representante directo de Juan Pablo II, dijo de Angelelli que era “un extremista de la Teología de la Liberación”, lo cual, en esos tiempos, alcanzaba y sobraba para explicar y justificar el homicidio, el secuestro, la tortura, la desaparición. El cardenal primado en aquellos tiempos, Juan Carlos Aramburu, y el presidente de la Conferencia Episcopal, Raúl Primatesta, no sólo adornaban con su presencia cada acto o ceremonia de Videla y los otros facinerosos del régimen militar; además, por lo menos en el caso de Primatesta, visitaban personalmente los campos de concentración.
María Chorobik de Mariani, una abuela de Plaza de Mayo, declaró en el juicio “por la verdad”, en 1999, ante la Cámara Federal de La Plata, que el obispo Claudio Celli, actual presidente de Comunicación Social del Vaticano y secretario de Pío Laghi en tiempos de la dictadura, le dijo, cuando ella fue a pedirle por sus nietos desaparecidos, que las criaturas habían sido apropiadas por gente que había pagado mucho dinero por ellas, por gente de recursos, y añadió: “Los chiquitos jamás padecerán las privaciones que impone la pobreza. Están en buenas manos”. En otras palabras: el obispo conocía desde adentro el mecanismo de las apropiaciones, de los secuestros, del robo de bebés. Ahora, Sergio Rubin, de Clarín, amigo de Bergoglio y autor de su biografía, le hace a ese canalla notas edulcoradas.
Una denuncia parecida, que en este caso involucra personalmente a Bergoglio, la formuló la primera presidenta de Abuelas, Licha de la Cuadra. Cuando Licha fue a pedirle por su nieta desaparecida, el actual Francisco le dijo: “A la criatura la tiene una persona de bien y no hay marcha atrás”. Si Bergoglio, como dicen ahora varios perseguidos de aquella época, protegió gente y salvó algunas vidas, fue precisamente porque formaba parte, desde adentro, de aquel aparato criminal. Bergoglio, militante de Guardia de Hierro -una agrupación de la derecha peronista, de excelentes vínculos con Eduardo Emilio Massera-, jamás se aproximó a los pocos obispos que efectivamente lucharon contra la represión, a pesar y en contra de la Iglesia, como el citado Angelelli, Alberto Devoto, Jaime de Nevares, Jorge Novak o Miguel Hesayne. Sólo ahora, cuando intenta lavarle la cara a la Iglesia argentina y al Vaticano, hace una reivindicación mísera y a cuentagotas de algunos de ellos, y dispone canonizaciones que alegran a los K. Si así no fuera, haría como le pide el ex juez español Baltasar Garzón y abriría los archivos vaticanos en lo referido a la dictadura argentina.
Los dobleces
La periodista Marie-Monique Robin (autora de Escuadrones de la muerte y El mundo según Monsanto) dice en su blog que Osvaldo Yorio -uno de los jesuitas secuestrados, torturados y luego liberados en 1977- contó, poco antes de morir, que Bergoglio lo presionó a él y al otro cura villero secuestrado, Francisco Jalics, para que abandonaran la Compañía de Jesús, porque no quería darles él, personalmente, la orden de hacerlo.
Esto es: los haya entregado o no (posiblemente no), haya hecho gestiones o no para que los liberaran (posiblemente sí), lo cierto es que les quitó todo respaldo institucional. Los dejó, en ese sentido, a merced de sus captores.
Rodolfo Yorio, hermano de Osvaldo, declaró tiempo atrás: “Conozco gente a la que Bergoglio la ayudó. Eso es lo que revela sus dos caras y su proximidad con el poder militar. Era un maestro de la ambigüedad”.
Ahora, las dos caras de Bergoglio han dado paso a una tercera: el papa Francisco. Horacio Verbitsky no se explica, por ejemplo, por qué Adolfo Pérez Esquivel ha cambiado de posición respecto de sus dichos de 2005, cuando acusaba directamente a Bergoglio y rogaba “al Espíritu Santo” para que el cónclave cardenalicio de aquel año no lo eligiera Papa.
Es muy simple: no se trata del mismo personaje. El obispo Bergoglio es ahora Papa, “el santo padre”, el jefe de una Iglesia que se cae a pedazos, que se hunde en su propia podredumbre de pedofilia, escándalos financieros, asesinatos y pérdida masiva de adherentes. Y Pérez Esquivel es, ante todo y sobre todo, un hombre de esa Iglesia. Y el que antes era Bergoglio y ahora es Francisco carga sobre sí una misión pesada: la que, según la leyenda cristiana, Jesús le encomendó al santo de Asís cuando le dijo “corre, Francisco, ve a salvar mi Iglesia que se derrumba”.
No es fácil, porque esa Iglesia, desde hace mucho, es un trasto histórico.
A. Guerrero