Creo que no voy a escuchar Ready to die, su vuelta al negocio con sus viejos Stooges. Creo que lo conozco. Hace mucho tiempo que no hay un buen disco de Iggy Pop. Incluso una canción digna. Lo único a lo que se agarra este símbolo del rock (lo es, a pesar de todo) es a su escuchimizado aspecto, al indiscutible legado (como tantos) y a la supervivencia absoluta como exclusivo criterio artístico. Ha envejecido mal el hombre. Y no se cohíbe en mostrarlo. El otro día, en el programa de Pablo Motos, pasó un poco inadvertido. Le hicieron todo tipo de reverencias, le entronizaron como el ídolo que sigue siendo, pero no se involucró en demasía. Ni siquiera cuando Mario Vaquerizo entró en el plató y se le puso de rodillas, lo besó sin mesura y le contó, como Trueba a Wilder, que él era Dios y que tenía postrado a su más ardiente feligrés.
A España le ha traído la promoción de una bebida a la que pone cara de asco. Hay cosas fuertes que todavía no he probado, dice el hombre que lo ha probado todo. Es una buena campaña, al fin y al cabo. Luego se irá. Volverá en diez años. A los 76. Será el mismo zombi reptil de siempre. Tendrá ese humor nihilista, como de pasar por aquí y ver qué pasa, sin enterarse nunca demasiado de nada, sin dejar de estar tampoco. Él estaba allí cuando se despertó el protagonista del cuento de Augusto Monterroso. Seguro.
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Iggy Pop en 1991, en el Olympia de Paris, tocando el repertorio habitual (el bueno todavía), alguna pieza de Hendrix (Foxy lady) y exhibiendo miembro viril mientras dice que quiere ser un perro. Un animal. Eso es lo que siempre ha sido.