Por Bruno Nápoli
“Mientras, la radio argentina seguía diciendo que se había ganado la guerra. Y en la británica, entre los chamamés y zambas que pasaban, hacían la lista de entregados, que ya no los contaban por nombres –también en eso se veía acercarse el final– sino por número de regimientos. Después hablaba la chilena sobre las guaguas y las pololas y cada tanto pasaban himnos ingleses”.
Los pichiciegos. Rodolfo Enrique Fogwill, Junio de 1982
Esa década transpiró todos los cuerpos a la vez –la historia no se priva de estas menudencias– sin distingos; para bien, para mal o para regular, a todes les pasó la lengua: fue la retirada de una forma apolillada de hacer política, el fin del partido militar a puro indulto, la marea consumista y la pobreza consuetudinaria, el recital internacional y la cumbia tropical, el interior estallado en kioscos y remiserías, y los piqueteros llegando, fue la desocupación nunca vista y la inflación a tono internacional… La vimos pasar completa –la historia y sus formas– en la calle y en el cable. Entonces, cuando languidecía la espuma, apareció el erudito desclasado del rock de mierda local para un resumen a lo Charly, para mostrarnos algo que sucedía todos los días, sin remilgos; pero esta vez los cuerpos lambeteados resistieron –¿al fin?– para no ver lo que amamos y odiamos ver. Era demasiado…
En otro “entonces”, el historiador dice “1982” y aparece impertérrito en la memoria el significante Malvinas, repleto de cuerpos como la diáspora del helicóptero. Ahí el historiador recuerda la postal de Rodolfo Fogwill escribiendo en plena guerra Los pichiciegos y repartiendo los originales entre amigos cuando aún no habían regresado los sobrevivientes; el recuerdo llega a diciembre de ese año con García dando un recital enorme –para la época– ante 25.00 personas y al final simulando un bombardeo a su escenario que quedó en escombros, en medio del miedo sonoro in situ de todos quienes lo vieron y no paraban de festejar su osadía: una descarga ahogada que al fin salía.
La memoria enturbia y disocia, se pregunta sorprendida: ¿esto realmente ocurrió alguna vez? ¿Nadie vio los cuerpos caer al río? ¿Nadie vio la devastación? Si los desaparecedores y los desaparecidos la vieron, ¿por qué nadie quiso ver esa postal otra vez, tal vez por primera-última vez? Entonces, en el nuevo fin de ciclo, cuando todo terminaba y Charly García anunciaba su homenaje a las víctimas de la dictadura en forma brutal y apasionada –arrojar maniquíes al Río de la Plata en medio de su recital– el debate fue nacional, con voces a favor y voces en contra y voces en el medio. La imagen patética y el miedo pánico abordaron a unos y develaron a otros. Eso ya había pasado, eso seguía pasando –los desaparecidos desaparecen todos los días– y latía en libros morbosos taquilleros, y en tv arrepentida y en juicios allende los mares… Era el resumen perfecto de lo perpetrado por todes… ¿por qué no verlo mientras sucede? La paradoja de la muerte es inevitable; se impone, y somos su cuerpo ejecutor y víctima cuando nos falta razón o nos sobra patria –que es más o menos la misma estupidez–. Y horrorizados de fanatismos patriarcales e ilusiones añejas caemos en la cuenta de que somos algo imaginario al fin, entonces no. ¿Porqué ser tan salvaje en la memoria permanente de la muerte, en este país de desaparecidos sin nombre?
Hablaron todes: las Madres coincidieron por primera (y única) vez en la deserción de la razón con semejante homenaje; la Fuerza Aérea sacó un comunicado –imperdible– recordando “la prohibición vigente de arrojar objetos al río”; los buenos y los muy buenos, ante la duda, dieron la razón a Madres y Abuelas; y los menos buenos asestaron golpes bajos señalando los “límites del arte”.
A la postre, Charly desistió de los maniquíes (mas no del homenaje); Hebe igual lo insultó, Videla siguió en su casa durmiendo, Menem siguió amagando con irse… Y los cuerpos ahí, cayendo, siempre vivos al río tanguero, volando como una postal infinita que nadie quería ver (otra vez) pero que todos recibimos contentes en su momento, sin maniquíes, en carne y hueso. La patria es una triste y lamentable ilusión, destinada a convivir hasta el fin de su existencia –algo tan posible como su existencia misma– con la ilusión que la quiere destruir: los cuerpos que la habitan.