Con independencia de su posterior trayectoria personal, Mel Gibson ha reconocido que quiso rodar su película, llena de significación teológica, para agradecer a Dios la “fuerte crisis espiritual” que le había hecho “volver a mi fe cristiana”. Así lo contaba en una entrevista publicada poco antes del estreno:
Precisamente por eso, el director australiano fue sido muy explícito a la hora de señalar qué le movía a realizar esta cinta. Por una parte, una suerte de catarsis, de purificación personal: “Descubrí que, para sanar las heridas de mi vida, debía observar las heridas de Cristo; y, por tanto, contemplar la Pasión”. Por otra, una oportunidad para que la gente sencilla pudiera redescubrir la manifestación máxima del afecto divino: “Es la historia del amor más grande que se puede tener: dar la vida por alguien. La Pasión es la aventura más grande de la historia. Creo que es la mayor historia de amor de todos los tiempos: Dios que se hace hombre y los hombres que le odian y le matan”.
En síntesis, el cineasta quiso reflejar a Cristo en toda su doliente humanidad (maniatado, flagelado, insultado y arrastrado hasta la cruz) como manifestación plena de su inmenso amor por los hombres. Esa es la imagen que nos muestra de Jesús: no un Jesús bello y hermoso; tampoco uno distante o angustiado por nuestras faltas; sino un Jesús doliente: humano, plenamente humano, que asume el castigo que sus hermanos los hombres merecíamos.